miércoles, 25 de enero de 2023

Alicia Misrahi - Los poderes de Venus


LOS PODERES DE VENUS

Alicia Misrahi propone en esta completa obra una mirada tan pícara como documentada sobre los anhelos, sueños y realidades de estas mujeres.

De Catalina la Grande a Grace Kelly: la historia de las mujeres que se atrevieron a disponer de su sexo.  

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Índice

Grecia - Friné Vs Afrodita: El juicio a la belleza
Aspasia de Mileto, Lais de Corinto, Friné, Thais

Imperio romano
Julia la Mayor, Mesalina, Agripina la Menor, Popea, Teodora de Bizancio

Renacimiento
Imperia Cognati, Tullia d’Aragona, Gaspara Stampa, Veronica Franco

Siglos XVI y XVII

Margarita de Valois, Gabrielle de Estrées, Marion Delorme, Ninon de Lenclos, Nell Gwyn, Catalina I, La duquesa de Berry (María Luisa Isabel de Orleans)

Siglo XVIII
Madame Pompadour, Madame du Deffand, Catalina II, Madame du Barry, Théroigne de Méricourt, Josefina, Madame de Staël, Julie Récamier, Paulina Bonaparte

Siglo XIX
Teresa Lachmann, George Sand, Jane Ellenborough, Lola Montes, Madame Sabatier, Marie Duplessis, La reina Pomaré, Las musas de Montmartre, Céleste Mogador, Cora Pearl, Virginia de Castiglione, Isabel II, Alice Ozy, Sarah Bernhardt, Carolina Otero, Émilienne d’Alençon, Natalie Clifford, Barney, Liane de Pougy, Colette, Cléo de Mérode, Mata Hari, Lou Andreas-Salomé, Alma Mahler

Siglo XX
Isadora Duncan, Frieda, Lawrence Sister Aimee, Edna, St. Vincent Millay, Dolly Wilde, Anaïs Nin, Peggy Guggenheim, Clara Bow, Greta Garbo, Mercedes de Acosta, Marlene Dietrich, Mae West, Joan Crawford, Vivien Leigh, Ava Gardner, Lana Turner, Grace Kelly, Mineko Iwasaki, Zsa Zsa Gabor, Traci Lords

Introducción
Las grandes amantes no fueron siempre las que mejor supieron moverse en la cama o las más expertas en el arte de amar, sino, en muchas ocasiones, las que supieron saltar más ventajosamente de cama o en cama o las que, como madame Pompadour, favorita de Luis XV durante diecinueve años, supieron interpretar los gustos de sus amantes para buscarles mujeres que los encandilaran en el lecho, pero no pudieran hacerles sombra política.

Algunas amaron con locura, otras se dejaron querer y algunas más buscaron la compañía y el amor de los grandes hombres de su época, a quienes parecían coleccionar. Otras, como Mesalina, tuvieron un apetito sexual desmesurado y acudieron a los prostíbulos para encontrar amantes.

Otras, como Lou Andreas- Salomé o madame Récamier, mantuvieron una relación complicada con el sexo, y, sin embargo, consiguieron encandilar a los hombres más ilustres de su tiempo. (En el currículum vítae de la inteligente Lou se encuentran Paul Ree, Nietzsche y Rilke).

Algunas más, protagonizaron escándalos sonados, como la viajera lady Jane Ellenborough, que se fugó con un príncipe austríaco y acabó su vida en el desierto felizmente emparejada con un beduino.

También hubo mujeres que se dedicaron al sutil oficio de cortesana, consideradas menos que una amante y más que una prostituta, y que compartieron el favor de los grandes de la época: nobles, príncipes, reyes… Entre ellas destacaron Émilienne d’Alençon y Cléo de Mérode y, en una época anterior, Marion Delorme y Ninon de Lenclos.  

Hubo seductoras de mujeres como Natalie Clifford Barney, la amazona, quien sedujo, entre otras, a una célebre cortesana, Liane de Pougy, la más encarnizada rival de la Bella Otero, o Mercedes de Acosta, que tuvo relaciones con Greta Garbo, Marlene Dietrich y Tallulah Bankhead; y también hubo mujeres que consiguieron auparse hasta lo más alto con sus encantos, como Thais, que fue amante de Alejandro Magno y después de su general favorito, Tolomeo, y subió al trono de Egipto; Teodora de Bizancio y Catalina I de Rusia, que pasaron de prostitutas a emperatrices, o, en nuestra época, Zsa Zsa Gabor y su apabullante colección de millonarios.

Este libro es una mirada pícara a los anhelos, sueños y realidades de estas mujeres que cambiaron la historia con sus devaneos y caprichos: sus secretos de alcoba, sus amantes, sus triquiñuelas, sus trucos de belleza, los hombres que perdieron la cabeza por ellas, los que perdieron su fortuna y, también, los que perdieron incluso la vida.

Estas bellas de todos los tiempos provocaron duelos, suicidios, infidelidades, peleas, pasiones… Este libro propone un juguetón repaso de sus interioridades, como que la bella y casquivana hermana de Napoleón, Paulina Bonaparte, fue avergonzada en público por tener unas orejas demasiado grandes o que la muerte impidió finalmente a la deslumbrante Gabrielle d’Estrees, tal como le predijo un adivino, convertirse en la esposa de Enrique IV.

GRECIA
Grecia tuvo una gran importancia la relación entre los hombres y la prostitución, pues el matrimonio y la concepción se disociaban del placer, para el que se escogían esclavas, pero también viudas, esposas abandonadas y otras mujeres que no podían mantenerse por su cuenta, y, por supuesto, hombres.

Muchas prostitutas lo eran porque las habían vendido, por eso se las llamaba pornè (de pernemi, vender), término del que deriva la actual palabra pornografía. Las reputadas cortesanas eran conocidas como hetairas y su función no era tanto dar placer sensual como proporcionar compañía, comprensión y conversación inteligente a los hombres, ya fueran artistas, escritores, militares o políticos. 

La palabra heter, «compañía», deriva del símbolo egipcio de la palabra amistad, que muestra a dos mujeres cogidas de la mano. La prostitución era un próspero negocio en todos los niveles de la sociedad.

Las prostitutas de nivel inferior trabajaban en burdeles legales y tenían que llevar una vestimenta especial como símbolo de su profesión, mientras que las de nivel medio solían ser hábiles bailarinas y cantantes. Las que alcanzaban el nivel superior (hetairas) se reunían en salones con los políticos y podían llegar a lograr poder e influencia.

Las hetairas eran requeridas para dar placer al cuerpo, pero también al espíritu. Eran mujeres cultivadas que gozaban de cierta consideración social y que podían tener esclavos y propiedades, aunque no tierras. Fueron muy famosas en la Grecia clásica y en la Alejandría helénica. Habían sido educadas cuidadosamente en centros especiales que las preparaban para la conversación, la poesía, la danza, la música, el canto, la pintura y la gimnasia. 

Los principales centros de hetairas estaban en Lesbos, Mileto y Corinto. Las hetairas habían iniciado su carrera ejerciendo de prostitutas sagradas en los templos de Afrodita. Llevaban una vida absolutamente libre, a diferencia de las mujeres casadas griegas, que estaban casi recluidas en el hogar, y llenaban el vacío que éstas dejaban en los lugares públicos, como festines o representaciones teatrales. 

Un texto atribuido a Demóstenes aclara el papel de las mujeres: «Las hetairas sirven para proporcionarnos placer, las concubinas para nuestras necesidades cotidianas y las esposas para darnos hijos legítimos y cuidar la casa». 

En Atenas, si las hetairas eran extranjeras debían ser avaladas por un próstates, un tutor que tenía que presentarlas antes los tribunales y hacerse fiador de cualquier transacción que llevaran a cabo. De ahí deriva la palabra prostitución, aunque las hetairas tenían mejor reputación que las prostitutas de esa época. 

En cuanto a las concubinas, no tenían la consideración social de las hetairas y corrían el riesgo de que su señor las vendiera si se cansaba de ellas.

Plauto expresaba en su comedia El gorgojo, en el siglo III a.C., la liberalidad de los griegos: «Nadie te impide ni te prohíbe comprar con tu dinero, si es que lo tienes, lo que te ofrecen. La vía pública no le está prohibida a nadie. Con tal de que no practiques en el terreno privado de otro, con tal de que te abstengas de las mujeres casadas, viudas, muchachas, muchachos y niños nacidos libres, ama a quien te plazca». 

En el Antikensammlungen de Múnich hay una curiosa colección de cerámica griega erótica en la que se ven todo tipo de posturas sexuales, excepto el misionero. A los griegos les gustaban mucho las nalgas de las mujeres, y también de los hombres, como ya es sabido. En estas cerámicas se repite el coito anal y la felación y también el placer solitario de las mujeres, que se divierten introduciéndose consoladores de todos los tamaños por diversos orificios. 

Aspasia Aspasia de Mileto (470-410 a.C.) fue una de las más célebres, hermosas e influyentes hetairas. Por su belleza fue comparada con Afrodita. Pericles de Atenas (495-429 a.C.), padre de la democracia ateniense, sucumbió a sus encantos cerca de los 50 años de edad y abandonó a su esposa, con quien se había casado a los 40, y a sus dos hijos por ella. 

Finalmente pagó su devoción con su cargo, pero estuvo junto a Aspasia desde que se unieron, en 445 a.C., hasta la muerte de él. La ley de ciudadanía promulgada en 451 a.C., que establecía que para ser un ciudadano ateniense el padre y la madre tenían que serlo, fue un obstáculo para que el hijo de ambos lograra la ciudadanía. 

Aspasia era hija de los griegos Acilia y Axioco. De pequeña fue confiada a la custodia de Targelia, una belleza legendaria, para que la formara como hetaira. En la escuela de la cortesana en Mileto estudió matemáticas, filosofía, política, caligrafía, estética, declamación, canto, danza, deportes, oratoria, cocina, poesía, escultura, pintura, fisioculturismo y artes amatorias, pues las cortesanas de la época tenían que ser capaces de enamorar a los hombres en «cuerpo y alma». 

Los principios de Aspasia fueron duros, ya que empezó siendo vendida a un sátrapa persa que la llevó a su harén. Con su encanto consiguió convencerle para que le diera la libertad; una vez lograda ésta se trasladó a Atenas, jurándose no volver a ser denigrada.

Para Aspasia la única forma de desarrollar su talento y acceder a la cultura era convertirse en hetaira. Fundó una academia en la que las chicas de 12 a 17 años accedían a la cultura y aprendían a ser libres, y fue maestra de retórica y aprendiz de filosofía de Sócrates, al mismo tiempo que conferenciante en el Pritaneo de Atenas. Pericles repudió a su esposa legítima y vivió muchos años con Aspasia, aunque no pudo casarse con ella porque era hija de un extranjero, un hombre de Mileto. 

Sin embargo, los ciudadanos y sus esposas hicieron caso omiso de esta situación y la trataron con todo respeto y normalidad. Aspasia, además de muy bella, con cabello rubio dorado y voz melodiosa, era una mujer de talento que enseñó el arte de la elocuencia a Pericles.

Se rumoreaba que ella le escribía los discursos, como la oración fúnebre que pronunció al comenzar la guerra del Peloponeso. Además, convirtió su casa en el centro de reunión de los poetas griegos y de otras importantes figuras de la cultura. Sus cenas eran famosas porque en ellas departían en igualdad de condiciones hombres y mujeres.

Pericles y Aspasia se rodearon de las mejores mentes del momento: Eurípides, Sófocles, Herodoto de Halicarnaso, Tucídides y el ya mencionado Sócrates, quien, según Jenofonte, tuvo una relación con Teodota, la amiga de Alcibíades.

Los poetas, siempre proclives a la fabulación, le atribuyeron a Aspasia ser la causante de dos guerras. Según Aristófanes en su comedia Los Acarnienses, Aspasia fue la instigadora de la guerra del Peloponeso (431 a.C.) en venganza porque los hombres de Megara raptaron a dos de sus pupilas, lo que a su vez fue una represalia ante el rapto de la hetaira Simete por parte de unos jóvenes de Atenas.

Según otro autor, Pericles atacó Samos para vengar la ciudad de Mileto, patria de su amada, aunque parece más plausible que estas guerras de debieran al enorme poder que tenía Atenas, a sus afanes expansionistas y a los roces con sus vecinos.

Otros escritores la acusaron de muchas otras cosas: Dropeitos afirmó que enseñaba a amar contra natura y Hermipo que era la corruptora de la juventud ateniense.

Las guerras que afectaron a la paz de Atenas enturbiaron la visión de los conciudadanos de Pericles, y lo que antes aceptaban con normalidad, su relación con Aspasia, empezó a ser criticado. Fue acusada de despreciar a los dioses.

Pericles la defendió con un parlamento que duró tres horas y utilizó todos los recursos a su alcance, como suplicar a los jueces con lágrimas en los ojos. La causa fue sobreseída. A consecuencia de este escándalo, Pericles perdió temporalmente el poder en 430 a.C., aunque lo recuperó un año después. Fue por poco tiempo, porque murió de peste ese mismo año. Dejó toda su fortuna al hijo que había tenido con Aspasia.

El siempre crítico Plutarco fue, sin embargo, amable con Aspasia y escribió sobre ella que «a veces Sócrates iba a visitarla con alguno de sus conocidos y los que la frecuentaban llevaban consigo a sus esposas para que la escucharan». En 432 a.C. se representó Medea, obra de Eurípides en la que algunos historiadores han visto alusiones a Aspasia.

Una vez muerto Pericles, Aspasia se casó en 428 a.C. con Lisicles, un rico comerciante a quien también ayudó a triunfar en la política. Para seguir manteniendo su influencia, continuó enseñando su oficio en la Academia de Elocuencia y Arte Amatoria, a la que iban a estudiar las jóvenes que querían ser hetairas. Su más célebre discípula fue Lais de Corinto.

El rostro de la belleza.
Las mujeres casadas, recluidas en sus casas, debían tener una tez muy pálida y tenían prohibido usar maquillaje. Lo fueron adoptando poco a poco para no perder la batalla contra las cortesanas.

Durante el período helenístico (siglos III-I a.C.), las mujeres empezaron a salir más de casa y a arreglarse más. Para embellecerse, las hetairas griegas pasaban la noche con el rostro cubierto por una máscara de albayalde y miel.

Al levantarse se lavaban la cara con agua fría y se impregnaban el rostro con una capa de albayalde muy diluido. El objetivo, tanto entre las griegas como, posteriormente, entre las romanas, era conseguir una piel muy blanca. Sobre esta cara muy pálida, las griegas se daban en las mejillas el color rojo extraído de una flor espinosa de Egipto.

Este producto, que resultaba muy caro, se aplicaba diluido en vinagre. Los ojos los maquillaban con azafrán o ceniza y las cejas y pestañas se ennegrecían con antimonio o se engominaban con una brillantina hecha con clara de huevo y goma de amoníaco. La ceja griega, es decir, las dos cejas unidas, se obtenía dibujando un trazo oscuro.

En cuanto al pelo, que para cualquier cortesana que se preciara debía ser rubio, se teñía con flor de azafrán o se cubría con una peluca. La lengua griega disoció el arte del aseo (kosmetike techne), la higiene y las técnicas médicas de prevención, del arte del maquillaje (kommotike techne). 

Lais de Corinto De Lais de Corinto (siglo IV a.C.), discípula de Aspasia, Propercio dijo que «toda Grecia dormía a su puerta». Fue amante de Aristipo, alumno de Sócrates. Lais era huérfana, por lo que un comerciante la recogió a los pocos meses de edad. Cuando fue algo mayor, la empezó a mandar cada día a vender coronas de flores al templo de la diosa Hera. 

Con 10 años la vio el escultor Apeles y la tomó de modelo para una estatua de Afrodita. Luego la llevó a Atenas. Desde los 16 años, Lais fue aceptada en los lechos más importantes, pero su añoranza de Corinto la hizo regresar. Nada más llegar ofrendó una corona de flores a Afrodita.

Aquel día el templo estaba lleno de prostitutas que rogaban a la diosa que alejara la guerra que amenazaba la ciudad y que podía acabar con su modo de vida. La entrada de Lais fue triunfal. Las mismas cortesanas le abrieron paso, impresionadas por su belleza. Depositó una corona de flores a los pies de Afrodita y se despojó de la túnica que la cubría para ofrendársela también. Los reunidos quedaron fascinados y se la llevaron a hombros.

De Lais se decía que tenía los pechos más bellos de Grecia. Se convirtió en la reina de las hetairas de Corinto y tenía cientos de admiradores que la pretendían. Ella escogió a un viudo muy rico y viejo que prometió convertirla en su heredera y que, gracias a las enseñanzas de Aspasia, pronto pasó a mejor vida. Lais se vio dueña de una gran fortuna.

Fundó el Jardín de Elocuencia y Arte de Amor, en Corinto. Los griegos se enorgullecían de esta institución: «Atenas puede vanagloriarse del Partenón y Corinto del jardín de Lais». En el jardín se celebraban fastuosas reuniones, se hablaba de ciencias y artes y también podía verse pasear a Platón, que instruía a Lais en los secretos de la filosofía.

Llegó a ser tan célebre que en una ocasión Demóstenes viajó de Atenas a Corinto sólo para conocerla. Lais le pidió al brillante orador una considerable suma, a lo que Demóstenes repuso: «No pago tan caro un arrepentimiento», y se volvió sin más por donde había venido. Cuentan que éste es el germen del proverbio griego «el viaje a Corinto no es para todos los hombres», porque los que no podían pagar a Lais lo que pedía viajaban a Corinto en vano.

En otra ocasión, el famoso escultor Mirón se presentó en casa de Lais para solicitar sus favores y fue rechazado. El hombre creyó que era a causa de su edad. Para remediarlo, se tiñó el pelo y regresó. Lais volvió a negarse, diciéndole: «¡Tonto! Tú pides una cosa que le he negado a tu padre».

Según Epícrates, después de su gran fama y fortuna, la vejez de Lais fue trágica: «Detenía al primero que pasaba para beber con él. Una estera, una moneda de tres óbolos ya son una fortuna para ella: jóvenes, viejos, libres y esclavos, todos pueden obtener sus favores. Lais tiende la mano por un óbolo».

Epícrates no escatimó descripciones sobre su decadencia: «Lais es perezosa y borracha. Se acerca y vaga por las mesas. Para mí es como una de aquellas aves rapaces que en el esplendor de su juventud se abaten desde las cumbres de los montes arrebatando cabritos, y que, en la vejez, permanecen lánguidamente posadas en los pináculos de los templos donde viven consumidas por el hambre, siniestro augurio».

Murió a los 70 años lapidada por una multitud. Su delito fue enamorarse de un joven al que siguió hasta Tesalia y al que acosó en el templo de Venus. Su actitud fue calificada de obscena y profana y el pueblo no esperó a que fuera juzgada, dándole esa muerte cruel. Friné Entre las grandes cortesanas de Grecia se encuentra por méritos propios Friné, nacida en Thespies, Beocia, hacia 328 a.C. Se cuenta de ella que se hizo célebre gracias a una puesta en escena que puede considerarse el antecedente del actual striptease.

En una ocasión, cuando se celebraban las fiestas de Neptuno cerca de Eleusis, se situó en la parte más alta del templo, permaneció un instante inmóvil y, seguidamente, bajó la escalinata lentamente despojándose de las ropas que la cubrían y dejando que sus cabellos dorados velaran en parte su desnudez. Una vez desnuda, corrió hacia la playa, se sumergió en el mar y emergió a imagen y semejanza de Afrodita. 

De Friné, comparándola con otra de las grandes, se decía una frase muy famosa: «Friné piensa peor que Aspasia, pero ama mejor». Desde la antigüedad, el oficio de cortesana fue una forma de ascender rápido en la escala social (en sus primeros años Friné se dedicó a cuidar cabras).

La griega era ingeniosa y astuta, lo que demostró en un banquete cuando se estableció un juego mediante el cual todas las mujeres, por turno, debían imitar lo que hiciera una de ellas. Cuando le tocó a Friné, mandó traer una jofaina y se lavó la cara. Ella, que no usaba afeites ni maquillaje de ningún tipo, apareció tan hermosa como antes, pero no así las otras mujeres, que solían ir muy arregladas. Friné se enriqueció tanto que levantó una estatua de oro macizo a Júpiter con la inscripción: «Gracias a la intemperancia de los griegos».

El santuario de Apolo admitió una estatua de Friné, obra de Praxíteles, uno de sus más constantes amantes. Otro de sus intentos de notoriedad fracasó estrepitosamente. Decidió invertir parte de la colosal fortuna que había conseguido con sus encantos en reconstruir Tebas. Sin embargo, no fue aceptada su condición de que en la principal puerta de la ciudad figurara la leyenda: «Alejandro la ha destruido, Friné la ha reconstruido».

Ateneo dijo de ella que era bella «en aquello que no se ve», y realmente tenía razón ya que Friné era recatada y discreta y no acudía a los baños públicos. Fue una mujer astuta e inteligente y también ávida de riquezas. La llamaban «El cedazo» o «La criba», porque sabía hacer pasar por su cedazo las más grandes fortunas de su época. Entre sus clientes-amantes tuvo a los hombres más notables del momento, además del escultor Praxíteles, también estuvo entre sus devotos el pintor Apeles.

Ambos se inspiraron en ella para algunas de sus obras. Se dice que la célebre Venus de Médicis es Friné representada en su juventud por Praxíteles. Cuando Apeles la vio desnuda en los Misterios de Eleusis, se sintió tan turbado e impresionado que esbozó su Venus Anadiómena, es decir, la venus saliendo de las olas. Botticelli se inspiró en esta pintura para su famosa Venus.

Con quien Friné fracasó fue con el filósofo Xenócrates. Célebre por su integridad y austeridad, la bella apostó una cantidad considerable a que conseguiría encandilarle, pero no lo consiguió. Se comentó que la razón fue que Xenócrates era eunuco, debido a que siendo joven un golpe de espada recibido en un combate le cercenó sus atributos.

Se cuenta también que en una ocasión el escultor Praxíteles le ofreció a Friné regalarle una de sus obras, la que quisiera. Como no estaba segura de cuál era la mejor, Friné hizo que uno de sus sirvientes entrara como un loco en el taller y gritara que había fuego. Praxíteles exclamó: «¡Ay, mi Cupido!», así supo Friné qué obra era la mejor.

EL JUICIO DE FRINÉ
Si Paris tuvo que juzgar quién era la más bella de las tres diosas, Friné salvó la piel precisamente por su hermosura. Fue acusada por Eutias, un galán despechado, de impiedad por haber hecho una parodia sacrílega de los misterios de Deméter. 

Este delito era considerado tan grave que estaba castigado con la muerte, pero Hipérides, su defensor, que también era otro de sus amantes, pidió a los jueces que mirasen a la acusada, que apareció con una túnica liviana y transparente: «Comprenderéis, ¡oh, jueces!, que una belleza tan sobrehumana no puede ser impía». Para reforzar su argumento, rasgó la túnica que cubría a Friné, la desnudó y exclamó: «¡Ved! ¿No os dolería dar muerte a la misma diosa Afrodita?».

Los jueces, evidentemente, no se atrevieron a condenarla. Thaïs Thais, célebre cortesana ateniense del siglo IV a.C., fue amante de Alejandro Magno, que por amor a ella quemó Persépolis, una de las cinco grandes ciudades de la antigüedad. 

Thaïs acompañó a Alejandro Magno por Persia y la India y durante una estancia en Persépolis, en una fiesta regada abundantemente por el alcohol, según cuentan Plutarco y Diódoro de Sicilia, consiguió que los asistentes la siguieran con una antorcha en la mano y quemaran el palacio edificado por Jerjes, el hijo de Darío, que destruyó Atenas en el pasado. Tras la muerte de Alejandro Magno, en 323 a.C., fue amante del general favorito de éste, Tolomeo, quien subió al trono de Egipto. 

Thaïs fue antepasada de la célebre Cleopatra, la séptima de este nombre, que subió al trono junto a su hermano Tolomeo XII. La descendiente de Thaïs, Cleopatra, otra gran seductora que logró embrujar a César y Marco Antonio con su conversación, su cultura, su voluptuosidad y su carisma, escribió un tratado de belleza, desgraciadamente perdido, del que se conocen algunos fragmentos citados por Galeno, Aecio y Pablo de Egina.

De Cleopatra se sabe que se bañaba en leche de burra mezclada con miel y que usaba una crema de albaricoque para disimular las arrugas de los ojos. En cuanto al maquillaje, se pintaba los párpados de color verde, usaba pestañas postizas y mezclaba en sus mejillas rojo y bermellón. Los labios los realzaba con rojo y destacaba las venas de su frente y de sus manos con color azul. Historias de cortesanas y prostitutas.

Una prostituta llamada Metiké fue llamada Clepsidra porque utilizaba un reloj de agua para medir el tiempo que dedicaba a cada cliente. Una hetaira, Filomena, escribió una nota tan franca como cruda a un enamorado suyo: «¿Por qué me escribes tan largas cartas? No necesito epístolas sino cincuenta monedas de oro.

Si me quieres, paga; si prefieres el dinero a mí, deja de molestarme. Adiós». Las hetairas tuvieron mucha influencia y escribieron sus propios tratados amatorios, como el de Artyanassa y el de Filenis de Samos. El juerguista emperador Tiberio tenía en su dormitorio estos libros, aparte de otras del mismo tema, para que, según explicaba Suetonio, «cada figurante siempre encontrase el modelo de posturas que debía ejecutar».

Las hetairas tuvieron mucha influencia y admiradores: Glycera se convirtió en musa del poeta cómico Menandro; Leontion, fue compañera del filósofo Epicuro; Teoris le dio un hijo a Sófocles en su ancianidad que intentó heredar declarando a su padre incapacitado mentalmente; Cirene era muy solicitada porque corrió el rumor de que conocía doce formas distintas de efectuar el acto sexual; Lamia de Atenas llegó a la cima al convertirse en diosa por voluntad de su amante, el gran Demetrio Poliorcetas, que la instaló en la Acrópolis e hizo que los ciudadanos de Atenas le erigiesen un altar como Afrodita Lamia.

Además, Lamia, muy aficionada al arte, dejó a su muerte una fundación en una pequeña ciudad cercana a Corinto, Scion, que se convirtió en uno de los primeros museos de pintura del mundo. 

IMPERIO ROMANO

Durante la República, más honesta en líneas generales que la época imperial, se empezó a perfilar el libertinaje posterior. Los matrimonios con fines políticos eran habituales y también era frecuente el adulterio. Contaba Horacio que «cuando hago el amor, tengo miedo de que el marido regrese súbitamente del campo, la puerta sea forzada o el perro ladre.

Que la mujer, terriblemente pálida, salte de la cama y la cómplice sirvienta grite. Y tengo que huir, con la túnica suelta y los pies descalzos, temiendo que mi trasero o, en todo caso, mi reputación, salgan mal parados…».

En todo caso, los hombres se esforzaban por mantener a sus esposas a raya, a fin de no tener que cargar con los hijos de otros, y no faltó algún teórico, como Soranos de Éfeso, que, en época de Trajano y Adriano (siglo II), recomendó que las mujeres no gozaran.

Soranos escribió que si se movían lascivamente apartaban su conducto y expulsaban el semen, y que, de hecho, éste era un método que usaban las prostitutas para evitar quedar embarazadas. Durante la época imperial, las cosas empeoraron (o mejoraron, según se mire). Los emperadores y los patricios fueron reconocidos viciosos: Livia buscaba concubinas para su esposo, Augusto, y hasta hubo quien decidió sacar un sobresueldo para su esposa y montó un prostíbulo en casa, como Menandro en Pompeya.

Los jóvenes también participaban de este clima de placer y solían requebrar en grupo con las jóvenes de túnicas cortas (esclavas) y las prostitutas. Les pellizcaban, les cantaban canciones obscenas y les hacían todo tipo de proposiciones. 

El Circo, además de sede de las más salvajes diversiones, también se convirtió en punto de encuentro entre mujeres y hombres y de allí salieron muchas relaciones adúlteras. Fue una época en la que los hombres empezaron a arreglarse y las mujeres a utilizar trucos de seducción.

En este clima, Augusto, que no predicaba con el ejemplo, decidió convertirse junto a su esposa en adalid de la moralidad con leyes que aseguraban, entre otras cosas, el derecho del padre o del marido de matar al amante, aunque no a la mujer, que, sin embargo, podía acabar en un cruel destierro. 

Además, si no asesinaban al adúltero, podían acusarlo de proxenetismo; en todo caso, cualquier ciudadano podía acusar de adúltera a una mujer si no lo hacían su padre o su marido. Sólo se prohibía la homosexualidad con hombres libres. 

La mayoría de emperadores fueron disolutos y pasto de las murmuraciones: a César se le conocía como «el adúltero calvo» y se rumoreaba que era afeminado y que tenía relaciones sexuales con otros hombres; Sexto Pompeyo acusó a Octavio Augusto de haber perdido la virginidad con César; Tiberio se reunía con jóvenes libertinos en Capri y participaba en orgías varias; Calígula practicó el incesto con sus tres hermanas; Nerón cometió incesto con su madre y se casó con un hombre, Esporo. 

Los primeros en criticar esta forma de vida fueron los moralistas satíricos Marcial y Juvenal.El pueblo, harto de los excesos de sus gobernantes, adoptó otra moral, y, como reacción, el cristianismo empezó a florecer. 

Estos tres textos de autores famosos pueden dar una idea de la sensualidad romana: Ovidio (43 a.C.-17) en Amores: «Le arranqué la túnica. Muy sutil, poco molestaba en realidad; ella, sin embargo, procuraba cubrirse. Pero al debatirse ella como quien no tiene interés en vencer, fue fácilmente vencida con la ayuda de su propia complicidad. Cuando, despojada de su ropa, estuvo en pie ante mis ojos, no encontré en parte alguna de su cuerpo la más mínima imperfección. ¡Qué hombros, qué brazos vi y toqué! ¡Qué perfección la de sus pechos, ideales para abarcarlos con...

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FUEGO EN EL CUERPO

Esta antología recoge algunos de los mejores fragmentos de novelas o relatos eróticos escritos desde el siglo XVII hasta la actualidad, en los que las mujeres son protagonistas por ser seductoras, por dejarse seducir, por retozar en sus lechos de placer o por hablar sin complejos de sus pasiones. 

Los escritos escogidos proceden de Wilhelmine Schroeder-Devrient, el conde de Mirabeau, Cora Pearl, John Cleland, Nicholas Chorier, Pidansat de Mairobert, D. H. Lawrence, Leopold Sacher-Masoch, E. T. A. Hoffman, la sumisa «arena» y Ana de Rivera, así como obras anónimas de la época victoriana. 

En todos los casos, Alicia Misrahi ha seleccionado pasajes y episodios no sólo por su valor literario, sino por su alta carga erótica y por las enseñanzas sobre la sexualidad que encierran. 

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LAS 1.001 FANTASÍAS MÁS ERÓTICAS Y SALVAJES DE LA HISTORIA (pdf)

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Marilyn Monroe (1926-1962) y John F. Kennedy (1917-1963). Deslenguado presidente
El sexo forma parte de la naturaleza. Y yo me llevo de maravilla con la naturaleza.
Marilyn Monroe


En Blonde: una novela sobre Marilyn Monroe, de Joyce Carol Oates, se documenta el primer encuentro de Norma Jean Baker con Kennedy, en octubre de 1961, en una fiesta celebrada en la casa de la hermana del presidente, Patricia, en Santa Mónica. Él quería acostarse con Marilyn, espectáculo de cuerpo mamífero, a toda costa, a pesar de los avisos de sus asesores sobre la inconveniencia de tal capricho: Marilyn era un ser inestable y, por tanto, peligroso, había abortado varias veces, era adicta a los barbitúricos. Además, tenía amigos comunistas. Sin embargo, con el calentón parece ser que el presidente le rogó a su cuñado que despejara el terreno y le preparase en bandeja a aquella bomba sexual rubia en la cabaña de la piscina. quería un señor revolcón y le susurró palabras dulces para lograrlo. Pero unos meses más tarde ya eran amantes regulares y el presidente, con su voz de hipnotizador, ya más relajado le susurraba todo tipo de groserías mientras hacían el amor, por lo que ella se sintió incómoda e incluso afirmó sentir vergüenza, pues imaginaba que los guardaespaldas debían estar cerca. Y se autoengañaba diciéndose: “Ahora que estoy enamorada de un hombre importante, todo va a cambiar”.

Gainsbourg (1928-1991), Brigitte Bardot (1934) y Jane Birkin (1946).

Todas gimen bien con Serge “Je t’aime... moi non plus” (“Te amo... yo tampoco”), de la tórrida pareja que formaron Gainsbourg y la actriz inglesa Jane Birkin, se ha erigido como la ayudita más certera que hay disponible en las tiendas 16 Roser Amills de discos para sublimar el sexo acústicamente. La canción fue grabada originariamente en 1968 por Serge y su amante de entonces, Brigitte Bardot. Ella le pidió que no hiciese pública esta grabación y Gainsbourg aceptó. Ese mismo año, Gainsbourg conoció a Birkin y se enamoró de ella. Grabaron una nueva versión de la canción, que fue lanzada en 1969. El tema fue polémico porque ninguna canción había representado hasta el momento un acto sexual tan directo, ni siquiera durante la revolución sexual de los años sesenta. Está cantada en susurros, de forma sugerente, y la letra evoca el tabú del sexo sin amor. Además, Birkin simula un orgasmo en la canción. Ésta fue la causa por la que fue prohibida en las radios de España, Islandia, Italia, Polonia, Portugal, el Reino Unido, Suecia y Yugoslavia, y denunciada públicamente por el Vaticano.

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CARTAS ERÓTICAS (Nicolas Bersihand)


Las joyas epistolares más íntimas y pasionales de las grandes figuras de la historia

El escritor y editor Nicolas Bersihand publica una antología con las confesiones que algunos personajes históricos escribieron sobre sus más bajas pasiones

En sus cartas, grandes figuras de la historia -desde Virginia Woolf hasta Emilia Pardo Bazán, pasando por Oscar Wilde, Goya, Emily Dickinson o el marqués de Sade- dejaron escrito el fuego que los consumía. Éxtasis, fantasías, confesiones, escándalos, primeras veces...

Estas correspondencias apasionadas y desatadas muestran cómo el erotismo, inherente a la naturaleza humana, surge en la intimidad con una fuerza arrolladora que va más allá de los tabúes y las normas, y hace temblar la vida de sus protagonistas. Un tributo epistolar al dios Eros. 

De confesiones íntimas y más o menos sutiles —“me he portado como un burro indecente contigo, que eres lo mejor que hay para mí”, le escribe Federico García Lorca a Salvador Dalí—, a ajenas y monstruosas: “Entra Su Majestad. Imagínate a un gordo con aire de sátiro, morado y con el labio inferior colgando —relata Prosper Mérimée a Stendhal en 1830 sobre la primera vez de Fernando VII—. Según la dama que me contó la historia, su miembro viril es fino como un bastón de cera en la base y grueso como el puño en la punta, y tan largo como un palo de billar”.

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Lectulandia



 

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