Con el mismo tono desafiante con el que comparecieron ante el Tribunal Supremo hace cuatro meses, mezclado ahora con alusiones emotivas a sus familiares, los 12 acusados de haber liquidado el orden constitucional en Cataluña en el otoño de 2017 para llevar a cabo un referéndum de autodeterminación y proclamar la independencia pusieron punto final a un juicio histórico que, pese a los temores, ha concluido con toda normalidad.
"Muchísimas gracias a todos. Visto para sentencia", dijo lacónicamente el presidente del tribunal, Manuel Marchena.
Durante las dos horas y media anteriores los acusados hicieron uso de la última palabra para dejar las cosas claras: están ahora "más comprometidos con Cataluña" que antes, volverían a actuar como lo hicieron y tienen la seguridad de que, antes o después, habrá un referéndum de autodeterminación.
"Si la violencia policial no pudo contra miles de personas el 1-O. ¿alguien se cree que alguna sentencia va a hacer que los catalanes dejen de luchar por su derecho a la autodeterminación? Ho tornarem a fer. Lo volveremos a hacer. Pacíficamente, pero con toda la determinación".
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Cataluña y la antigua Yugoslavia
Movilizaciones por todo el territorio por el 1-O
Estado de terror en la segunda ciudad de España. Incitación de Torra (Presidente de la Generalidad) a la violencia. El Gobierno, permaneció callado salvo por el recordatorio a Torra de Josep Borrell, el ministro de Exteriores, de que debe mantener el orden público.
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Las Guerras Yugoslavas fueron una serie de conflictos en el territorio de la antigua Yugoslavia, que se sucedieron entre 1991 y 2001.
Comprendieron dos grupos de guerras sucesivas que afectaron a las seis ex repúblicas yugoslavas.
Las guerras se caracterizaron por los conflictos étnicos entre los pueblos de la ex Yugoslavia, principalmente entre los serbios por un lado y los croatas, bosnios y albaneses por el otro; aunque también en un principio entre bosnios y croatas en Bosnia-Herzegovina.
El conflicto obedeció a causas políticas, económicas y culturales, así como a la tensión religiosa y étnica.
Hubo muchos detonantes, pero los principales fueron la abolición de la autonomía de Kosovo por Milosevic, y sobre todo que los serbios de la región croata de la Krajina declararan su separación de Croacia en marzo de 1991, lo que llevó a Croacia y a Eslovenia a declarar unilateralmente su independencia y producir un efecto contagio en el resto de repúblicas yugoslavas.
Debido al choque entre el nacionalismo serbio (Milosevic) y el croata (Tudjman) se degeneró en una guerra muy violenta. Meses después el 15 de enero de 1992 los países europeos de la CE y la comunidad internacional reconocen la independencia de Eslovenia y Croacia, provocando el fin de Yugoslavia
Las Guerras Yugoslavas terminaron con gran parte de la ex Yugoslavia reducida a la pobreza, con desorganización económica masiva e inestabilidad persistente en los territorios donde ocurrían las peores luchas. Las guerras fueron los conflictos más sangrientos en suelo europeo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
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Texto del video
Bosnia, Serbia y Croacia: la guerra de Yugoslavia en 6 minutos
La muerte de Josip Broz 'Tito' no fue una excepción.
Desde 1944 hasta su muerte en 1980 Tito gobernó a Yugoslavia.
Yugoslavia era un país poco usual, estaba dividido en 6 repúblicas dominadas por distintos grupos étnicos y religiosos, incluyendo los serbios que eran ortodoxos y los croatas que eran católicos y los bosníacos que eran musulmanes.
Aunque las diferentes repúblicas llevaban siglos de tensiones Tito había logrado mantener la paz gracias a su gran popularidad y una política de unidad y fraternidad que reprimía el nacionalismo y los movimientos separatistas.
Pero después de su muerte su famosa unidad empezó a desmoronar.
Todo empezó en Serbia la república más grande y más poderosa.
Slobodan Milošević un político del partido comunista rompió con la tradición de unidad y se aprovechó de los viejos odios de los serbios.
Tanto aquí como fuera de Serbia los enemigos de los serbios están conspirando contra nosotros y hoy les decimos no tenemos miedo, no le tememos a la guerra.
Esa retórica le llevó a la presidencia de Serbia en 1987, donde logró el control del ejército de toda Yugoslavia.
La noticia no fue bien recibida en las otras repúblicas. Eslovenia y Macedonia se declararon independientes, pero cuando Croacia una república que tenía una cantidad significativa de serbios viviendo en su territorio trató de separarse Milošević envió al ejército a proteger sus intereses. Fue el principio de una guerra civil que duraría años.
Pero el conflicto más violento se produjo cuando Bosnia y Herzegovina también quisieron separarse de Yugoslavia.
Bosnia era la república más diversa, la mayoría de la población eran musulmanes bosnios conocidos como bosniacos pero también había cantidades importantes de croatas y serbios.
Los bosniacos con el apoyo de los croatas votaron por separarse de Yugoslavia y volverse a su propio país pero la minoría serbia que vivía dentro del territorio de Bosnia rechazó la independencia.
No piensen que Bosnia no se irá al infierno, si será una guerra aquí los musulmanes probablemente dejarán de existir pues ellos no se pueden defender.
En el parlamento de Bosnia Radovan Karadžić emergió como el líder de la minoría serbia y esas fueron sus ominosas advertencias.
Al poco tiempo los serbios que rechazaban la independencia de Yugoslavia formaron su propio estado dentro de Bosnia con Karadžić al mando. Su plan era unificarse con la vecina república Serbia al mando de Milošević.
Con el apoyo de Milošević y el poderoso ejército nacional yugoslavo el grupo de Karadžić empezó a tomarse poblaciones enteras en Bosnia, casi todas cerca de la frontera con Serbia.
Donde había musulmanes las fuerzas serbias asesinaron a cientos de personas y obligaron al resto a escapar.
Fue el principio de la llamada limpieza étnica en Bosnia durante la cual los serbios buscan expulsar a todos los musulmanes a la fuerza.
La violencia causó un éxodo de musulmanes y huyeron hacia otras ciudades buscando amparo, una de esas ciudades fue Srebrenica.
Había casi 30.000 personas refugiadas en la ciudad cuando llegó el ejército Serbio en 1993. En vez de atacarlos directamente el ejército rodeó la ciudad impidiendo la entrada y salida de personas y peor aún de comida y medicinas.
Al enterarse sobre las condiciones atroces de Srebrenica un embajador de la ONU decide tomar acción
Diego Arria entonces embajador de Venezuela en el consejo de seguridad propone declarar a Srebrenica una zona bajo protección de la ONU. (El exembajador de Venezuela en la ONU, recuerda la matanza de Srebrenica con ocasión de su 23º aniversario)
La resolución de paz de poco sirvió a pesar de las protestas de Arria y otros diplomáticos que visitaron la ciudad sitiada las Naciones Unidas hizo poco por intervenir.
El sitio de Srebrenica continuó, creando hambruna, desesperación y muerte.
Finalmente en julio de 1995 el ejército serbio se tomó la ciudad.
Inició un capítulo aún más oscuro de la guerra, las siguientes semanas miles de bosniacos fueron violados y torturados.
Cuando finalmente los serbios admitieron que los refugiados salieron de la destruida ciudad los buses salían llenos de mujeres y de niñas, los hombres y los niños musulmanes habían sido sistemáticamente exterminados, sus cadáveres abandonados en fosas comunes.
Ante esta masacre el resto del mundo finalmente reaccionó, la OTAN una poderosa alianza militar liderada por estados unidos lanzó ataques contra las fuerzas serbias.
Milošević se vio obligado a negociar la paz y finalmente la sangrienta guerra llegó a su final.
Los líderes de este genocidio han pasado las siguientes décadas enfrentándose a la justicia internacional.
Milošević murió de un ataque al corazón en el cuarto año su juicio.
Karadžić se escondió durante años haciéndose pasar por un sanador espiritual en una clínica de medicina alternativa en Belgrado.
Sería finalmente descubierto en 2008 y tuvo que enfrentarse a un tribunal. Después de 8 años Karadžić fue condenado a 40 años de cárcel por crímenes de lesa humanidad. La justicia llega, tarde pero llega.
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Aznar compara la situación actual de Catalunya con el "golpe de Estado de octubre de 1934"
que llevaron a cabo "partidos de izquierda con apoyo nacionalista", especialmente de la Generalitat de Catalunya, que se "sublevó contra el Gobierno de la República".
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En 1933 las urnas habían hablado. La mayoría de los españoles había elegido un Gobierno de centro derecha que pusiera coto a los desmanes de la conjunción republicano-socialista del primer bienio. Además, era la primera vez que votaba la mujer en unas elecciones generales y habían apoyado mayoritariamente a la CEDA,
El partido dirigido por el abogado José María Gil Robles había sido la fuerza más votada, obtuvo 115 diputados, como segunda fuerza se encontraban los centristas de Alejandro Lerroux, el Partido Republicano Radical (PRR), con 102; el PSOE se había quedado con 59 tras el cambio de Besteiro por Largo Caballero. El resto de partidos con representación eran todos de derechas: agrarios, carlistas, la Lliga, Renovación Española. Los comunistas solamente habían obtenido un diputado.
Pese a esta aplastante victoria del centro derecha y la derecha, los menguados partidos de izquierda presionaron al timorato y acomplejado presidente de la Segunda República, Niceto Alcalá Zamora, para que no encargase la formación de Gobierno a Gil Robles. Amenazaban con una revolución en caso de que la CEDA entrase en el Gobierno. La izquierda, una vez más y como ocurrión en abril de 1931, no aceptaba los resultados electorales.
Sorprendentemente, en lugar de aplicar la legalidad y encargar la constitución del Ejecutivo a la fuerza más votada, corrió el turno y nombró Jefe de Gobierno a Lerroux, lider de la segunda fuerza más votada.
A pesar de ello, Gil Robles colaboró durante un año con el líder del PRR. Finalmente solicitó a Alacalá Zamora la entrada en el Gobierno de tres diputados de la CEDA. Para evitar conflictos, el propio Gil Robles no pidió ninguna cartera para él.
Los socialistas llevaban meses comprando armas e instrullendo a milicias por si ocurría esto. La clave era la frase “¡Atención al disco rojo!”. Y el diario del PSOE, El Socialista, lo publicó. Las milicias del PSOE, las anarquistas y las comunistas se lanzaron a la revolución contra un Gobierno que se había ceñido a la legalidad.
El objetivo era dar un golpe de Estado que derrocase el régimen que ellos mismos habían traído. La izquierda no respetaba las reglas del juego cuando no corrían a su favor, aunque las hubieran redactado ellos.
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¿Por qué hubo un 18 de julio de 1936?
Sin el alzamiento de 1936, la consecutiva guerra civil y su victoria, Franco habría pasado a la Historia simplemente como un sobresaliente militar de la guerra de África. Pero hubo un 18 de julio. Hubo una guerra. La ganó él. De esa guerra salió un régimen que modificó para siempre la Historia de España.
Primer acto: Octubre de 1934
En octubre de 1934, la izquierda –fundamentalmente el Partido Socialista- y el separatismo catalán habían intentado un levantamiento revolucionario contra el gobierno de la República. La excusa fue la entrada en el Gobierno de la CEDA, el partido de las derechas, que era, por cierto, el que había ganado las anteriores elecciones, pero al que la presión de la izquierda había vetado hasta entonces las carteras ministeriales.
Los socialistas, mayoritariamente bolchevizados bajo el liderazgo de Largo Caballero, querían instaurar la dictadura del proletariado, y los separatistas catalanes, por su parte, aspiraban a proclamar su independencia. El golpe de la izquierda fracasó, aunque en lugares como Asturias dio lugar a una pre-guerra civil.
Las represalias políticas sobre los dirigentes de la intentona fueron mínimas: el propio Largo Caballero, principal líder del complot, sólo cumplió un año de cárcel y, juzgado, resultó asombrosamente absuelto.
Sin embargo, la propaganda de la izquierda, que exageró hasta el infinito la represión gubernamental sobre los insurrectos (y, enseguida, el nimio caso de corrupción conocido como “estraperlo”), creó una atmósfera de revanchismo absolutamente insoportable.
La inestabilidad de los sucesivos gobiernos de centro-derecha, acosados por la hostilidad del presidente de la República, Alcalá Zamora, hizo el resto.
En noviembre de 1935 Alcalá Zamora fuerza un cambio de gobierno, desaloja del poder a la CEDA, entrega el gabinete a un hombre de su confianza, Portela Valladares, y firma el decreto de disolución de las cámaras con la consiguiente convocatoria automática de elecciones legislativas. Una de las primeras decisiones de Portela fue alejar de Madrid a los militares que consideraba poco afectos. Franco, por ejemplo, fue enviado a las Canarias.
Alcalá Zamora tenía, sin duda, sus razones. Persuadido de que la derecha no compartía su proyecto republicano original, y convencido igualmente de que la izquierda volvería a echarse al monte si la derecha ganaba de nuevo, se veía a sí mismo como única garantía de estabilidad. Su objetivo era crear una gran fuerza de centro que templara a unos y a otros. Sin duda Alcalá Zamora sobreestimó sus propias capacidades, porque aquel “centro” nunca fue una “gran fuerza”. De hecho, se hundiría en la más absoluta irrelevancia. Las elecciones de febrero de 1936 fueron su tumba.
Urnas sucias
Las elecciones de febrero de 1936 fueron cualquier cosa menos un ejemplo de limpieza democrática.
El clima general, para empezar, era de una crispación irreversible. La izquierda comparecía en un amplio bloque, el Frente Popular, que abarcaba desde los republicanos de Azaña hasta el entonces pequeño Partido Comunista, pasando, por supuesto, por el Partido Socialista Obrero Español, que era el gran partido de masas de la izquierda.
La coalición contaba además con el respaldo expreso de los anarquistas de la CNT. Azaña veía este bloque como una “conjunción republicana” que permitiría mantener a la derecha alejada del poder y llevar a cabo el proyecto reformista radical por el que venía clamando desde 1930: una suerte de revolución francesa a la española. ¿Y la izquierda revolucionaria consentiría en quedarse al margen?
Azaña parecía persuadido de que su mera persona bastaba para conjurar cualquier peligro. Además, contaba con la proximidad de socialistas notables como Indalecio Prieto, partidarios de una “revolución gradual”.
Pero las cosas se veían de forma muy distinta en el ala mayoritaria del PSOE, la de Largo Caballero, para quien la victoria electoral no era sino un paso necesario para instaurar la dictadura del proletariado. Hay que leer los textos del propio Largo Caballero y de su periódico, “Claridad”: el PSOE de entonces soñaba abiertamente con una España soviética.
La derecha, por su parte, comparecía a las elecciones entre la exasperación, la decepción y el miedo: alejada alevosamente del poder –legítimamente ganado- por maniobras de palacio, enfrentada a la áspera constatación de que sus votos habían servido para bien poca cosa y, para colmo, aterrada por la inequívoca voluntad revolucionaria de la izquierda, las candidaturas de la derecha aspiraban cada vez mas a soluciones “de orden” y creían cada vez menos en la propia República. No había, ciertamente, un proyecto de derechas para la II República: si alguna vez lo hubo, la amarga experiencia de gobierno lo había disuelto para siempre.
Las elecciones las ganó el Frente Popular. Lo que nadie puede decir es que las ganó limpiamente.
Nunca se proclamaron los resultados –en votos- de la primera vuelta. De hecho, el primer cálculo relativamente documentado del escrutinio real fue el que publicó Tusell en los años 70 (un empate con leve ventaja de la izquierda), y aun este resulta discutible.
El recuento de los votos y la consecuente atribución de actas fue una merienda de negros por la presión violenta de los piquetes de la izquierda, que adulteraron escrutinios y atribuyeron actas de diputado a su antojo. No hay nada más ilustrativo que leer las memorias de los propios interesados, desde Azaña hasta Prieto, que no ocultan los sucesos.
La derecha denunció el robo de papeletas, pero sus quejas no fueron atendidas por “falta de pruebas”. En plena vorágine, el gobierno de Portela, aterrado, resuelve resignar el poder en Azaña, o sea, en los vencedores de la primera vuelta, de manera que la segunda ronda de las elecciones –porque era un sistema de dos vueltas- se verifica bajo el control de los mismos que habían adulterado la primera. La propaganda de la izquierda ha mitificado mucho la victoria electoral del Frente Popular en 1936, pero la verdad es que aquello fue, propiamente hablando, un “pucherazo”.
¿Qué hacía Franco hasta ese momento? Mirar. Moverse aquí y allá. Aparecer en la vida pública, pero sin estridencias.
En 1936 Franco era un joven general de 44 años –llevaba el fajín desde los 33- que levantaba las mayores suspicacias en el Frente Popular. Había sido gentilhombre de cámara de Alfonso XIII, que incluso apadrinó su boda, lo cual le convertía en un monárquico aun sin serlo de forma militante. Primer director de la Academia Militar de Zaragoza –hasta que Azaña la cerró-, relegado luego al mando de una brigada en La Coruña y compensado más tarde con un destino en las Baleares, Franco volvió a entrar en la cúpula militar cuando el gobierno de Gil Robles le ascendió a general de división y, aún más, se le encomendó la misión de sofocar la revuelta de octubre de 1934, cosa que hizo bajo el mando nominal de un militar republicano y masón: el general López Ochoa.
Al año siguiente Franco fue designado jefe del Estado Mayor del Ejército, un nombramiento que situaba al general inequívocamente en el ámbito de la derecha republicana. Por eso se le alejó a las Canarias en cuanto Alcalá Zamora privó a la derecha del poder.
El gobierno del Frente Popular enseguida dio muestras de su debilidad. Azaña formó un gabinete exclusivamente republicano, sin socialistas, pues éstos, pese a su mayoría parlamentaria, prefirieron mantenerse al margen de los ministerios. ¿Por generosidad? En realidad, no: más bien para llevar a cabo en las calles lo que no hubieran podido hacer desde el poder ejecutivo.
Si Alcalá Zamora esperaba poder controlar a la izquierda republicana, los hechos demostraron que erró gravemente. Y no menor fue el error de Azaña al pensar que podía controlar a su vez a los socialistas. Sólo un dato: el estado de alarma, proclamado formalmente por el gobierno Portela Valladares el 17 de febrero de 1936, fue prorrogado después, mes tras mes, por el gobierno de Azaña contra lo que el propio Frente Popular prometía en su programa.
Primavera trágica
¿Había razones para la alarma? Sí. La violencia ya se había adueñado de las calles. Entre febrero y junio de 1936 va a haber más de trescientos asesinatos políticos. La mecha la habían prendido los anarquistas años atrás, durante el primer mandato de Azaña.
Ahora los socialistas se sumaban a la orgía de pistolas e incendios. En el otro lado, los falangistas contestaban. Y no sólo ellos, porque el clima político se deterioró muy rápidamente. El gobierno, ante semejante paisaje, se vio desbordado por los acontecimientos. Podía reprimir a las derechas, pero lo tenía mucho más difícil con las izquierdas porque, al fin y al cabo, su mayoría parlamentaria dependía de ellas.
Para conjurar el clima de guerra civil y asentar su propio poder, Azaña y el socialista Indalecio Prieto urdieron una maniobra más o menos legal que pasaba por derribar a Alcalá Zamora de la presidencia de la República, pues no se fiaban de éste.
Ocurría que la ley limitaba a sólo dos las posibilidades del presidente de disolver las cortes, y la segunda debía ser enjuiciada por la cámara. Alcalá Zamora, en efecto, había disuelto las cortes dos veces: una, para formar las constituyentes, y la segunda para convocar las elecciones de 1936 (es decir, para llevar a la izquierda al poder).
A esto se agarraron Prieto y Azaña para acusar al presidente de haber disuelto las cortes injustificadamente. En realidad se trataba de un golpe de estado legal. El objetivo era que Azaña quedara como presidente de la República e Indalecio Prieto fuera nombrado presidente del Gobierno, pero algo torció sus planes: la oposición del ala socialista mayoritaria, la de Largo Caballero, que no quería ver en modo alguno a Prieto en el gobierno. ¿Por qué? Tanto por ambición de Largo, alérgico a cualquier liderazgo que no fuera el suyo, como por temor a que Prieto paralizara el proceso revolucionario. Las facciones de Prieto y Largo habían llegado a enfrentarse a tiros en la campaña electoral. Ahora no iban a hacer las paces. Prieto se quedó sin regalo. Era abril de 1936.
La jefatura del gobierno acabó recayendo en un hombre de Azaña, Casares Quiroga, sin energía para controlar a las izquierdas desbocadas. Al contrario, toda su voluntad parecía puesta en ganarse la aquiescencia de los revolucionarios.
El resultado fue una política absolutamente arbitraria. Un buen ejemplo de esta política hemipléjica lo sufrió Franco en sus propias carnes cuando concurrió como candidato en las elecciones parciales de Cuenca. En esta provincia, la jarana electoral de febrero había dejado a la circunscripción sin representantes.
Hubo que repetir los comicios y las derechas presentaron una lista “preventiva”: la componían José Antonio Primo de Rivera, para librarle de la cárcel, Goicoechea, que era el jefe más notorio de los monárquicos de Renovación Española, y el propio Franco, al parecer porque Gil Robles, entonces en la oposición, quería traerle a Madrid y exhibir su presencia en las Cortes a modo de advertencia. El Gobierno vetó la candidatura de Franco y el resultado final de las elecciones fue tan fraudulento como el de las generales.
A estas alturas las conspiraciones dentro de la derecha ya eran imparables. ¿Y Franco? Franco se reúne con unos y con otros, participa junto a Mola en una discreta asamblea con generales retirados, mantiene también contacto con la CEDA, incluso se entrevista con José Antonio Primo de Rivera (y no se entendieron en absoluto). Pero si algo caracteriza a Franco en este periodo es su extrema prudencia.
Muchos le reprocharán entonces indecisión y falta de arrojo, pero no era eso: durante su etapa de jefe del Estado Mayor –Payne y Palacios han documentado muy bien este episodio-, Franco había creado un servicio de contravigilancia para conocer el ambiente en los cuarteles, y gracias a ese instrumento supo que el porcentaje de revolucionarios dentro de las fuerzas armadas era elevadísimo.
Franco sabe que cualquier intento de apartar al Frente Popular del poder derramará inevitablemente mucha sangre. Y sabe también que la pasividad del Gobierno está llevando las cosas a una situación sin retorno.
El 23 de junio Franco escribe al entonces presidente del Gobierno, Casares Quiroga, manifestándole su inquietud por la situación política y la preocupación en ámbitos militares. Era un último cartucho. Casares ni siquiera contestó.
Mola tuvo listo su plan al final de la primavera. No era un pronunciamiento al estilo decimonónico, ni tampoco un golpe “técnico” con ocupación de centros de poder, sino más bien una especie de marcha militar sobre Madrid a partir de los centros que se esperaba controlar en la periferia: Barcelona, Pamplona, Galicia, Andalucía…
Franco seguía sin verlo claro, pero la efervescencia en las calles y la impotencia del gobierno empujaban a un desenlace inevitable.
El 13 de julio, policías de obediencia socialista salen del cuartel de Pontejos, en Madrid, para matar a los líderes de la oposición. A Gil Robles alguien le avisa antes y puede poner pies en polvorosa, pero a Calvo Sotelo le localizan en su casa, le hacen subir a un furgón y allí le descerrajan dos tiros en la cabeza. “Ese atentado es la guerra”, dijo el líder socialista Zugazagoitia cuando los propios autores del crimen le contaron lo que había hecho.
Era verdad. Ese día, Franco dejó de dudar. El levantamiento empezó en la tarde del 17 de julio en Melilla. El golpe propiamente dicho fracasó, pero como aquello no era una simple conspiración militar, sino una rebelión de media España, se convirtió en guerra civil. Así comenzó todo.
La Gaceta