lunes, 23 de julio de 2018
El Kennedy de Palencia (Magnífico artículo de Eduardo Inda)
John Fitzgerald Kennedy ganó al tramposo y no menos resabiado Richard Nixon en 1960 porque los astros se cruzaron a su favor y, sobre todo y por encima de todo, porque hizo soñar a los estadounidenses. El irlandés lo tuvo más fácil que otros no sólo porque tenía dinero. Que también, no es lo mismo empezar de cero que con una buena talegada en el banco. Tampoco porque fuera más joven de aspecto y de mente que su rival, que tampoco es cuestión baladí. Básicamente, venció porque Dios, el destino y sus padres Joseph y Rose le habían dotado de un gen básico en política: la oratoria.
El que distingue a los grandes políticos de los del montón. No hablaba bien, no, hablaba muchísimo mejor que mejor.
Al fin y a la postre, los grandes políticos que en el mundo han sido conforman un elenco de disertadores en el cual brilla con luz propia el político más grande de todos los tiempos: Winston Churchill. Pero hay más, no muchos más porque el orador nace, no se hace: el propio Jack Kennedy (Jack Kennedy por sus amigos, y popularmente como JFK.), Ronald Reagan, Willy Brandt, el estratosférico Adolfo (que desde ahí arriba echó ayer una mano a Pablo), Felipe González y tantos otros que llegaron, vieron y vencieron porque gozaban de ese arma imbatible que es la palabra.
La cosa pública es en muy buena medida una batalla de ideas y normalmente suele llevarse el gato al agua el que mejor las expone. Algún malvado, y no pocos descreídos, matizan esta aseveración asegurando que “en política vence el que miente mejor”.
Ted Sorensen, el formidable speechwriter de JFK, resumía en 10 palabras la clave del éxito de cualquier político/a de fuste que se precie. “Hay que hablar desde el corazón y para el corazón”, le indicaba machaconamente a su aventajado pupilo que acabaría siendo el trigésimoquinto presidente de los Estados Unidos de América con todos los honores.
Seguro que Soraya sabe identificar a Kennedy o Churchill pero apostaría todo lo que tengo a que no tiene pajolera idea de quién es un Ted Sorensen que, por cierto, acabaría siendo (ahí es nada) Premio Pulitzer.
No se puede intentar ganar una batalla orgánica, y no digamos ya una institucional, hablando como si estuvieras delante del tribunal de las oposiciones de abogados del Estado o ante la comisión de subsecretarios. Pablo Casado no sólo sabe quién es Sorensen sino que además nació para esto de ponerse delante de miles de tíos, cada uno de su padre y de su madre, y convencerles de que tienen que apostar por él para mejorar la realidad.
El Hotel Auditórium de Madrid vibró, se emocionó, se puso cachondo, lloró y se levantó seis o siete veces entusiasmado con el discurso que todos y cada uno de ellos hubiera redactado. Más allá de todo eso, el palentino consiguió lo que hace 48 horas parecía un imposible físico y metafísico: que 3.082 almas recuperaran el orgullo de pertenecer al PP. Era el chute de motivación que llevaban años esperando, con más fe que convencimiento empírico.
Su estruendoso “¡viva España!” fue el KO definitivo a una adversaria inteligente como pocos y trabajadora como ninguno a la que, sin embargo, Dios no llamó por el camino del discurseo. (Soraya Sáenz de Santamaría)
El error fatal del abanico, sólo comparable al “relaxing cup of café con leche” de Ana Botella, la condujo a un callejón sin salida.
A Pablo Casado siempre le compraríamos un coche usado. No sólo porque tiene cara de buena persona sino porque, además, lo es. En este caso, es lo que parece. Carece de dobleces. También de cara B. A los que le echan en cara que es joven, que carece de experiencia, que no ha gestionado, les recuerdo que un tal José María Aznar (al que, impresentablemente, no invitaron al Congreso) se anotó el Congreso de 1990 con 37 años. Los mismitos que acumula el cuarto presidente del gran partido de centroderecha español.
Cierto es que su padrino político era baranda de la Junta de Castilla y León pero no lo es menos que Casado lleva toda la vida en política, se las sabe todas y ha tenido los mejores maestros posibles: desde Esperanza Aguirre hasta José María Aznar, pasando por Mariano Rajoy, María Dolores de Cospedal o el incomparable Manuel Pizarro.
Ahora llega el más difícil todavía. Si complicada ha sido la Travesía del Desierto a la tierra prometida, con escorpiones que casualmente se parecían a Javier Arenas, setenta veces siete más complicado será la reconquista de La Moncloa. Extramuros todos son enemigos: la mayor parte de los medios, entregados en un 75% a la izquierda frentepopulista y/o al golpismo, un Gobierno de España que tiene en su mano todos los artilugios posibles para hacerle la vida imposible (Fiscalía General, CNI et altri) y unos Ciudadanos a los que nadie debería dar por muertos porque son igual que él: jóvenes, bonitos, brillantes y honrados.
No hace falta ser Churchill ni poseer el coeficiente intelectual de Einstein para colegir cuál es la receta del éxito de este nuevo PP: que vuelva a ser el de toda la vida. El que era antes de la fuga masiva de ciudadanos rumbo a Ciudadanos o Vox por culpa de la hermafroditización de un partido que proverbialmente tuvo las ideas claras. El “¡hasta aquí hemos llegado!” de 3,5 millones de españoles cabreados con un partido que les subió los impuestos más de lo que proponía Izquierda Unida en 2011, puso en libertad al carcelero de Ortega Lara porque le quedaban “tres semanas de vida” (el muy malnacido vivió tres años más) y se corrompió hasta los tuétanos. La vuelta a los principios, es decir, al principio. Ésa y no otra es la cuestión. Afortunadamente, Pablo lo tiene meridianamente claro. Cosa bien distinta es que el pensamiento único le deje hacerlo.
Dejémonos de tonterías: José María Aznar demostró que con principios el centroderecha puede arrasar en unas generales. Y Mariano Rajoy, que en líneas generales fue un magnífico presidente, certificó sensu contrario que cuando te quedas sin valores terminas autojibarizándote. La mayoría natural de este país no es, en contra de lo que sostiene el estereotipo fake, de izquierdas sino que más bien se sitúa entre ese oscuro objeto del deseo que es el centro y la derecha.
La UCD y el PP han gobernado 20 años de los 41 de elecciones democráticas, los mismos que un PSOE que indiscutiblemente acabó siendo más liberal que socialista con otro grande llamado Felipe González. El marido de la gran Isabel Torres será presidente más pronto que tarde si viaja al centro, como le hemos recomendado algunos, sin perder el favor de esa derecha civilizada que, más-menos, matiz aquí, matiz allá, comparte modelo de sociedad con quienes se sitúan en el 5 o el 6 del tablero político. Lo consiguió la Unión de Centro Democrático en los 70 y repitió jugada José María Aznar en 2000. Un equilibrismo en el que no faltarán voluntarios para asesinarle civilmente tirándole del alambre. Tranquilidad porque cumple las tres P: Prudencia, Paciencia y Perseverancia.
Pablo debe convertir su Gobierno en la sombra pero también el de verdad en el Gobierno de los mejores. Ha de rodearse de honradez, estajanovismo y talento. Cuanto más, mejor. Un revival de ese Ejecutivo kennedyano abruptamente interrumpido: “No olvidemos que una vez existió un lugar que durante un breve brillante momento fue conocido como Camelot”. Una antorcha ha sido traspasada a una nueva generación de españoles. No falles ni nos falles y, ante todo, no nos robes los sueños.
Eduardo Inda 22/07/2018
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Crónica rosa de los candidatos
Nixon vs. Kennedy: el día que cambio la televisión y la política.
El primero no quiso maquillarse, vistió un triste traje gris y perdió. JFK cuidó su imagen a conciencia, tomó el sol para lucir un moreno envidiable y ganó. Era el primer debate político televisado de la historia
Aquel histórico debate, que incluyó turnos de presentación, preguntas de un panel de periodistas y declaraciones finales, duró una hora, en la que los candidatos se centraron en política doméstica. Pero no fue eso quizá lo más importante, o lo que perduraría con el paso de los años. Era la primera vez que los candidatos a la presidencia del país más poderoso del mundo adaptaban al lenguaje y los códigos de la televisión. Y fue ahí donde probablemente el joven Kennedy le ganó la batalla a Nixon, que no sólo subestimó a su contrincante, sino a los parámetros que imponía la caja tonta, aquello que ahora llaman la telegenia, y que antes no se tenía en cuenta.
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