sábado, 2 de abril de 2022

Josefina Bolinaga, Carlos Perrault, Iriarte, Hermanos Grimm y otros "cuentistas maravillosos"

Cuentos, Fábulas y Leyendas

La CenicientaBlanca Nieves y los 7 enanitos
El gato con botas Caperucita Roja
La bella durmiente del bosque El canto de Ogaraití
La pastorcita rubia Y vino el coquí
El cuento de las hadas Simón el herrero del mar
Las ranas y su Rey El pastor y la princesa
El molinero y su asno El ganso que ponía huevos de oro
La cabra y el zorro Poniéndole el cascabel al gato
La urraca y la mona La cigarra y la hormiga
El día de mudanza de las alondras El zorro y la cigüeña
El león y el ratón La caña y el roble
La rana que quiso superar al buey La ardilla y el león
El león y el elefante El granjero y la cigüeña

***

La pastorcita rubia (Josefina Bolinaga)

¡Qué guapa, qué linda era la pastora! El pelo rizoso, del color de la miel. La boquita, como un ensueño que pedía caricias. Frágil el cuerpo cual una flor...

La pastorcita tenía lindos corderos. Blancos con rizadas lanas. Dorados como el fuego. Con unos ojos inocentes y unas orejitas juguetonas.

-¡Hup! ¡Corderitos, a mí!... ¡Coralín!... ¡Diamante!... ¡Lucero!... ¡Hala!... ¡Hala!... Que ya despierta el sol... ¡Al monte! Cerquita del cielo. ¡Lejos de la aldea!... ¡Corderitos, a mí!...
Y los corderos, obedientes, trepaban por las colinas con la pastorcita rubia.

¡Qué hierba más fresca! Todavía tenía rocío. ¡Tris!... ¡tras!... hacían los dientecillos de los corderos. ¡Qué rica está! ¡Tris!... ¡tras!...
La pastorcita cogía flores... Caperucitas rojas. Caperucitas blancas... Florecillas rosadas.
-Así. Una corona para mi cabecita, como si fuese la princesa de aquel cuento que la abuela me contaba.
La corona se le cayó de las manos. Se puso pálida, y en los lindos ojos brilló una lucecita de terror. 

¡Venía el lobo!... Un lobazo enorme que causaba terror al pueblo.
No pudo gritar. Quiso levantarse, y las piernas se le doblaron. Ante ella estaba el lobo. Movía nervioso su cola. Los ojos, fijos en la pastora, arrojaban fuego. Las patazas escarbaban la hierba.
-Buenos días, pastorcita.
-Buenos días, señor lobo- tartamudeó.
-Ejem... Ejem...- dijo el lobo. -Qué airecitos más buenos se respiran por aquí, ¿eh?
-My buenos, señor lobo.
-Y tus corderos, ¿cómo van de salud?

La pastorcilla tembló.
-Pues también muy buenos.
Y al decirlo, miró angustiada a los corderitos que pastaban por entre peñas.
-El caso es- dijo el lobo rascándose la cabeza con una pata. -El caso es, pastorcita rubia, que yo tengo mucha hambre.
La pastorcita calló.

-¿Has oído, pequeñuela? Que tengo hambre.
-He oído, don lobo, ¡cuánto lo siento!
-Oye, pastora. Uno de tus corderitos me vendría muy bien. ¿No te parece?
-¿Uno de mis corderos?- repitió ella quebrada la voz.
-Sí... Uno de tus corderos... Pero pronto... Enseguida.
-¡Piedad, señor lobo!

-Ejem... Ejem...- dijo el lobo echando chispas por sus ojos. -No me hagas perder la paciencia. Tengo hambre.
La pastorcita tuvo una idea luminosa. Cogió el zurrón y se lo presentó al lobo llena de ternura.
-¡Ah, don lobo! No me acordaba. Aquí está la comida que madre me puso. Mira qué trozo de queso más rico. Mira qué pan más sabroso. Lo hicimos en casa. Mira qué nueces tan frescas. Y un frasquito con vino. Todo para ti... Todo, querido lobo... Pero deja a mis corderitos.
El lobo movió furiosamente la cola.
-No quiero nada de eso. Quiero un cordero. Pronto. Tráeme uno. Elige el que quieras.
No había remedio. Había que elegir uno. Arrastrando las piernas y con la voz apagada por el llanto, llamó:

-¡Coralín!...
Vino el cordero saltarín y juguetón, y el lobo fue a abalanzarse sobre él.
-Espera... Espera- gimió la pastora. -Éste no me lo comas. ¿No ves qué chiquitito es? Da lastima.
-¡Pronto!- gruñó el lobo. -¡Pronto! Que venga otro.

-¡Lucero!
El lobo se relamió de gusto.
-Éste sí que está gordo y tiernecito- dijo.
-Espera, don lobo. A éste se le murió la madre al nacer. Lo he criado yo. No me lo comas.
-Me estás tomando el pelo- amenazó el lobo. -¡Pronto, otro!
-No se incomode, señor lobo. 

¡Diamante! ¡Ah! Éste sí que no puede ser. Lo tengo para mi hermanito el día de su santo.
-Oye, pastora rubia,- dijo el lobo tembloroso -se me acaba la paciencia. ¿Lo oyes?
-¡Lobito guapo! Si no puedo darte ninguno porque los quiero a todos tanto..., tanto.

-¡Pastora!
-¡Ten piedad, lobito!...
-¡Sí, eh!...- rugió el lobo. -Pues cogeré yo el que me parezca. Para eso soy lobo. Esto me pasa a mí por ser bueno.
Y de dos saltos llegó donde estaba el rebañito que huyó loco de terror.

-¡Espera!... ¡Espera!...- gritó casi desmayada la pastora.
Estaba allí tan chiquitito. Acurrucado al pie de un árbol. Con las lanas temblorosas. Los ojitos asustados...
Tenía vendada una patita, porque se hirió al saltar una peña.
-Si no hay más remedio...- sollozó la pastora. -Si no lo hay... Pues... entonces... cómete éste... Quizás el pobrecito va a morir. Nació hace poco y... ¡Corderito! ¡Mi corderito! ¡Adiós!... ¡Adiós!...

El corderito balaba temblando y tenía muy abiertos los ojos mirando a la pastora con angustia.
El lobo, hambriento, relucientes los ojos, fue a echarse sobre él. Pero...

La pastorcita tuvo una lástima inmensa de aquel corderito enfermo e indefenso. Arrodillóse ante el lobo.  

Rodeó con sus bracitos el cuello del animal, y, sin pensar en el peligro, besaba sus orejas, su hocico, mientras le decía:

-¡Lobo de mi alma! ¡Lobito bueno! ¡Ten piedad de mi cordero!... Cómeme a mí, que también soy tiernecita... ¡Anda, lobito, cómeme a mí! Pero sé buenecito, y no toques a mis corderos.

El lobo se echó atrás asombrado... Se le asomó un lagrimón a los ojos. Movió suavemente la cola. Puso sus dos patazas en los hombros de la pastora.

-Pastorcita- murmuró. -Tus besos han sido los primeros que recibí en mi vida. 

¡Qué dulces y buenos son los besos de una niña!.. Ya no tengo hambre, pastora... Cuida a tus corderos y... adiós.

Monte abajo marchaba el lobo, dulces los ojos, tembloroso el hocico, torpes las patazas.
La pastorcita, abrazada al corderito herido, creía soñar... Derramando alegría, gritó:
-¡Bendito seas, don lobo!... ¡Bendito seas!...

The blonde shepherdess 

How beautiful, how pretty the shepherdess was! Her curly hair, the colour of honey. Her little mouth, like a dream, begging for caresses. Her body was as fragile as a flower...

The shepherdess had beautiful lambs. White with curly wool. Golden like fire. With innocent eyes and playful little ears.

-Hup! Little lambs, to me!... Coraline!... Diamante!... Lucero!... Hala!... Hala!... The sun is awake... To the mountain! Close to the sky. Away from the village!... Little lambs, to me!...
And the lambs, obedient, climbed the hills with the little blonde shepherdess.

What fresh grass! There was still dew on it. Tris!... tris!... tris!... tris!... tris!... the lambs' little teeth were making. How tasty it is! Tris!... tris!... tris!...
The shepherdess picked flowers... Little red riding hoods. Little white hoods... Little pink flowers.
-Like this. A crown for my little head, as if I were the princess in that fairy tale my grandmother used to tell me.
The crown fell from her hands. She turned pale, and a little light of terror shone in her pretty eyes.

The wolf was coming!.... A huge wolf that terrorised the village.
She could not cry out. She tried to get up, but her legs buckled. Before her stood the wolf. It wagged its tail nervously. Its eyes, fixed on the shepherdess, were blazing. The paws were digging in the grass.
-Good morning, shepherdess.
-Good morning, Mr. Wolf," she stammered.
-Ahem... Ahem..." said the wolf. -What good airs are in the air here, eh?
-My good ones, Mr. Wolf.
-And how are your lambs' health?

The shepherdess trembled.
-Well, they're very good too.
And as she said it, she looked anxiously at the lambs grazing among the rocks.
-The thing is," said the wolf, scratching his head with one paw. -The thing is, blond shepherdess, I am very hungry.
The shepherdess fell silent.

-Did you hear that, little one? I'm hungry.
-I heard, Mr. Wolf, I'm so sorry!
-Listen, shepherdess. I could really use one of your lambs, don't you think?
-One of my lambs?" she repeated, her voice breaking.
-Yes... One of your lambs... But soon... At once.
-Mercy, Mr. Wolf!

-Ahem... Ahem..." said the wolf with sparks in his eyes. -Don't make me lose my patience. I'm hungry.
The shepherdess had a bright idea. She took the bag and presented it to the wolf, full of tenderness.
-Oh, Mr. Wolf! I didn't remember. Here is the food that mother gave me. Look what a tasty piece of cheese. Look what a tasty piece of bread. We made it at home. Look what fresh walnuts. And a little bottle of wine. All for you... Everything, dear wolf... But leave my little lambs.
The wolf wagged his tail furiously.
-I don't want any of that. I want a lamb. I want a lamb. Bring me one. Take your pick.
It was hopeless. One had to be chosen. Dragging her legs, her voice muffled with tears, she called:

-Coralin!
The lamb came bounding and playful, and the wolf went to pounce on him.
-Wait... Wait," groaned the shepherdess. -Don't eat this one. Don't you see how small it is? It's pitiful.
-Soon," growled the wolf. -Soon! Let another one come.

-Lucero!
The wolf licked his lips with pleasure.
-This one is fat and tender," he said.
-Wait, Don Lobo. This one's mother died at birth. I raised him. Don't eat it.
-You're teasing me," threatened the wolf. -Soon, another one!
-Don't be uncomfortable, Mr. Wolf. 

-Diamond! Ah! This one can't be. I got it for my little brother on his name day.

-Hey, blonde shepherdess," said the wolf, trembling, "I'm running out of patience. Do you hear?
-Handsome little wolf! I can't give you any of them because I love them all so much... so much.
-Pastor!

-Have mercy, little wolf... -Have mercy, little wolf!...
-Yes, eh!" roared the wolf. -Well, I'll take the one I like. That's why I'm a wolf. That's what I get for being good.
And in two leaps he reached the herd, which fled in terror.

-Wait!... Wait!..." cried the shepherdess, almost fainting.
He was there, so tiny. Huddled at the foot of a tree. His wool trembling. His little eyes frightened...
He had a bandaged paw, because he had hurt himself jumping over a rock.

-If there's nothing else to do..." sobbed the shepherdess. -If there isn't... Well... then... then... eat this one... Maybe the poor thing is going to die. He was born a little while ago and... Little lamb! My little lamb! Goodbye! Goodbye!... Goodbye!...

The little lamb was bleating and trembling, and its eyes were wide open, looking at the shepherdess in anguish.
The wolf, hungry, his eyes glistening, went to pounce on him. But...
The shepherdess felt immense pity for the sick and defenceless lamb. She knelt down before the wolf. 

She put her little arms around the animal's neck, and, without thinking of the danger, kissed his ears and his muzzle, while she said to him, "Wolf of my soul!

-Wolf of my soul, good little wolf, have pity on my lamb! Eat me, for I too am tender.... Come on, little wolf, eat me! But be good, and don't touch my lambs!

The wolf drew back in astonishment... A tear came to his eye. He wagged his tail gently. He put his two paws on the shoulders of the shepherdess.

-Shepherdess," he murmured. -Your kisses were the first kisses I ever received in my life.  

How sweet and good the kisses of a little girl are! I am no longer hungry, shepherdess.... Take care of your lambs and... Farewell.

Down the hill marched the wolf, his eyes gentle, his muzzle trembling, his paws clumsy.
The shepherdess, hugging the wounded lamb, thought she was dreaming... Pouring out her joy, she cried out:
-Blessed art thou, O wolf! Blessed art thou!

***

La Cenicienta
Autor: Carlos Perrault

Cenicienta, andrajosa y mísera, estaba sentada en el rincón de la chimenea, contemplando fijamente el fuego y escuchando el ruido de las ruedas del coche que llevaba a sus hermanastras al baile del rey. Había ayudado a vestirse a sus orgullosas y despreciativas hermanas, pero cuando rogó que le permitieran ir también al baile, éstas prorrumpieron en groseras risotadas y le dijeron que sólo servía para fregar los pisos y quedarse sentada entre las cenizas de la cocina.

Pero Cenicienta era joven y hemosa. Ansiaba ir al baile, y la negativa de sus hermanas la sumió en el desconsuelo; inclinó la cabeza y empezó a llorar con amargura.

Sin duda, se quedó dormida, porque, de repente, la despertó un sonido de "tap, tap" sobre el piso y, al mirar el derredor, vió a una encantadora anciana de zapatos con hebillas, capa roja y sombrero alto. Apoyaba el encorbado cuerpo sobre un bastón con puño de oro.

-¿Por qué lloras, Cenicienta?- preguntó-. Dímelo, porque soy tu madrina.
-¡Oh madrina!- exclamó Cenicienta-. Lloro porque quiero ir al baile.
-Bueno- dijo la anciana-. Ve al jardín y tráeme una calabaza.

Cenicienta pronto encontró una calabaza, y su madrina la ahuecó y la tocó con su bastón. En el acto, la calabaza se trocó en una carrolla amarilla y oro.
-Ahora, tráeme la ratonera- pidió la anciana.

Cenicienta le trajo la ratonera, y su madrina tocó los ratones cuando salían corriendo y los convirtió en seis espléndidos caballos.
-Ahora, la trampa para las ratas- dijo la madrina.

Cuando Cenicienta se la trajo, su madrina eligió la rata más gorda, la tocó con su bastón y la convirtió en un regordete cochero.
-Y ahora, mira debajo de ese tiesto y tráeme seis lagartos- le pidió la anciana.
Cenicienta encontró los lagartos, y su madrina los transformó en seis lacayos de librea.

-¡Vamos, niña, sube!- gritó.
-¡Oh! ¡Pero no puedo ir con estos harapos!- exclamó la joven.
-¡Cállate, cállate!- dijo la madrina y agitó el bastón.

Cenicienta se vió luciendo el vestido color de rosa más bello del mundo, con joyas en el cabello, los brazos y la garganta, y sus pies calzaban un par de relucientes zapatitos de cristal.
-¡Oh madrina!- exclamó la joven, e hizo una gran reverencia-. ¡Nunca he sido tan feliz!
-Recuerda, niña, que debes retirarte del baile antes de que el reloj de las doce de la noche, o todos tus atavíos se convertirán en harapos.

-Lo recordaré... ¡Ya lo creo que lo recordaré!- exclamó la muchacha.
Entonces, un lacayo le abrió la portezuela de la carroza, Cenicienta subió a ella y se la llevaron rápidamente.
-¿Quién es esa hermosa princesa?- se preguntaban los invitados en el baile.
-¿Quién es la bella dama con quien baila nuestro hijo?- preguntó el rey a la reina.
Pero nadie sabía nada sobre Cenicienta, salvo que había llegado tarde, en una suntuosa carroza.

Pronto, resultó evidente que el príncipe sólo quería bailar con la beldad incógnita. Pero, a pesar de todo su esplendor, Cenicienta se comportaba con modestia y dulzura y se ganó la simpatía general. Hasta se mostraba cordial con sus feas y orgullosas hermanastras, y éstas le hicieron una gran reverencia, complacidas de que se hubiese fijado en ellas.

Cuando, antes de que sonaran las doce, Cenicienta declaró que debía marcharse, fue el propio príncipe quien la condujo a su carroza.
Al volver, sus hermanastras hablaban con excitación de la desconocida princesa, charlando como urracas, mientras Cenicienta las desvestía.

-¡Su Alteza Real la princesa se fijó, sobre todo, en nosotras!- gritó la mayor.
-Y pudimos notar que admiraba nuestro gusto en materia de ropa y sombreros- agregó la otra.
Mas Cenicienta, que tenía muchas ganas de reir, nada dijo y pronto se escabulló al mísero desván donde dormía.
Pero esa noche, ningún desván podía ser mísero, porque mientras Cenicienta estaba tendida en su cama, pensaba en el príncipe y en todo lo que éste le había dicho y se durmió soñando con él.

A la noche siguiente, el príncipe esperaba en la escalinata del palacio, y cuando apareció, por fin, la carroza de Cenicienta, ayudó a ésta a bajar. Su madrina la había vestido con un atavío más suntuoso aún, y el príncipe volvió a bailar todas las danzas con ella. Cenicienta se sintió tan feliz que olvidó la advertencia de su madrina de que debía abandonar el baile antes de que el reloj diera las doce.

-¡Princesa, bella princesa!- dijo el príncipe, cuando se sentaron a descansar-. ¡Dime quién eres! Sé mi novia...

Pero apenas había pronunciado estas palabras, el reloj empezó a dar las doce.
Con un grito de consternación, Cenicienta se levantó de un salto y corrió hasta la puerta. El príncipe la siguió, pero ella fue más veloz. Cuando bajó los peldaños de la escalinata y llegó a la calle, el reloj dió su última campanada, y un grosero lacayo empujó a la muchacha, a la que tomó por una cocinera, y le preguntó cómo se atrevía a usar la escalera del frente.

En la calle yacía una calabaza, y varios ratones, ratas y lagartos correteaban en todas direcciones. Cenicienta llegó a su casa y se refugió en su rincón de la chimenea. Allí, acurrucada sobre las cenizas del fuego que se estaba apagando, prorrumpió en sollozos.

Pero el príncipe, enloquecido por la pena, había recogido uno de los zapatos de cristal que Cenicienta había dejado caer en su fuga. Estaba segurísimo de que nadie podría usarlo, salvo la bella princesa del baile. De modo que pusieron el zapato de cristal sobre un almohadón de terciopelo y lo llevaron por toda la ciudad, y el heraldo real proclamó que la muchacha que pudiera calzárselo sería la novia del príncipe.

Todas las damas hermosas de la ciudad estaban ansiosas de probarse el zapato, pero, por desgracia, no se hallaba ningún pie que lo pudiera calzar. Las feas hermanastras de Cenicienta se morían, naturalmente, de deseos de lograr a un príncipe por esposo. Esperaron con impaciencia a su puerta y, cuando llegó el heraldo, se lanzaron a la calle y lo invitaron a entrar.

Cenicienta contempló el zapatito, y una mirada de esperanza asomó a sus dulces ojos. Esperó a que sus hermanastras se lo hubiesen probado, después de estrujarse los pies tratando de hacerlos entrar en el zapato, pero todo fue en vano. Entonces, preguntó si podía probárselo ella.

-¡Tú, nada menos! ¡Vuelve a tu rincón de la cocina!- gritó una de sus hermanastras.

Pero el heraldo vió que la harapienta muchacha era hermosa y le habían ordenado que dejara probar el zapato a todas las muchachas.

En ese preciso instante, pasó por allí, a caballo, el príncipe. Entró impetuosamente a la casa y se enteró de labios del heraldo el resultado negativo que, hasta entonces, había tenido la búsqueda. Cabe imaginar el asombro del príncipe al descubrir que una humilde cocinerita se estaba probando el hermoso zapatito de cristal.

Pero no hubo necesidad del menor forcejeo. El pie de Cenicienta entró con toda holgura en el zapato y, con una sonrisa, la muchacha sacó el otro de su bolsillo.

-¡Tú! ¡Tú!- exclamaron sus hermanastras, boquiabiertas de asombro.

Entonces apareció el hada madrina. Y con un movimiento de su varita mágica, transformó a Cenicienta en la princesa del baile.
El príncipe se hincó sobre una rodilla ante ella, le besó la mano y, levantándose, la proclamó su novia.
Se casaron con gran pompa y fueron muy felices.

The Cinderella

Cinderella, ragged and miserable, sat in the chimney corner, staring into the fire and listening to the clatter of the wheels of the carriage that was taking her stepsisters to the King's ball. She had helped her proud and scornful sisters to dress, but when she begged to be allowed to go to the ball too, they burst into rude laughter and told her she was only good for scrubbing the floors and sitting in the ashes in the kitchen.

But Cinderella was young and haughty. She longed to go to the ball, and her sisters' refusal plunged her into grief; she bowed her head and began to weep bitterly.

No doubt she had fallen asleep, for suddenly she was awakened by a "tap, tap" sound on the floor, and, looking round, she saw a charming old woman in buckled shoes, a red cloak and a tall hat. She was leaning her corseted body on a gold-tipped cane.

-Why are you crying, Cinderella," she asked, "tell me, because I am your godmother.
-Oh godmother," exclaimed Cinderella, "I am crying because I want to go to the ball. I am crying because I want to go to the ball.
-Well," said the old woman. Go into the garden and fetch me a pumpkin.

Cinderella soon found a pumpkin, and her godmother hollowed it out and touched it with her stick. On the spot, the pumpkin changed into a yellow and gold carrolla.
-Now, bring me the mousetrap," said the old woman.

Cinderella brought her the mousetrap, and her godmother touched the mice as they ran away and turned them into six splendid horses.
-Now, the rat trap," said the godmother.

When Cinderella brought it to her, her godmother chose the fattest rat, touched it with her stick, and turned it into a plump coachman.
-And now, look under that pot and bring me six lizards," asked the old woman.
Cinderella found the lizards, and her godmother transformed them into six liveried footmen.

-Come on, child, climb up," she cried.
-Oh, but I can't go in these rags," exclaimed the young girl.
-Shut up, shut up!" said the godmother, and waved her cane.

Cinderella saw herself wearing the most beautiful rose-coloured dress in the world, with jewels in her hair, on her arms and at her throat, and her feet were in a pair of sparkling little glass slippers.
-O godmother," exclaimed the girl, and bowed a great curtsey, "I have never been so happy!
-Remember, child, you must leave the ball before the clock strikes twelve o'clock, or all your attire will become rags.

-I will remember! Indeed I will remember!" exclaimed the girl.
Then a footman opened the carriage door for her, and Cinderella climbed into the carriage, and was hurried away.
-Who is this beautiful princess?" asked the guests at the ball.
-Who is the beautiful lady with whom our son dances," asked the king to the queen.
But no one knew anything about Cinderella, except that she had arrived late, in a sumptuous carriage.

It soon became clear that the prince only wanted to dance with the unknown beauty. But for all her splendour, Cinderella behaved with modesty and gentleness and won general sympathy. She was even cordial to her ugly and proud stepsisters, and they bowed to her in great reverence, pleased that she had taken notice of them.

When, before the stroke of twelve, Cinderella declared that she must go, it was the prince himself who led her to her carriage.
When she returned, her stepsisters talked excitedly of the unknown princess, chattering like magpies, while Cinderella undressed them.

-Her Royal Highness the princess noticed us most of all," cried the eldest.
-And we could see that she admired our taste in clothes and hats," added the other.
But Cinderella, who wanted to laugh so much, said nothing, and soon slipped away to the miserable attic where she slept.
But that night, no attic could be miserable, for as Cinderella lay in her bed, she thought of the prince and all that he had said to her, and fell asleep dreaming of him.

The next night the prince was waiting on the palace steps, and when Cinderella's carriage finally appeared, he helped her down. Her godmother had dressed her in an even more sumptuous costume, and the prince danced all the dances with her again. Cinderella was so happy that she forgot her godmother's warning to leave the ball before the clock struck twelve.

-Princess, beautiful princess," said the prince, as they sat down to rest, "tell me who you are! Be my bride!

But no sooner had he uttered these words, than the clock began to strike twelve.
With a cry of dismay, Cinderella jumped up and ran to the door. The prince followed her, but she was quicker. As she descended the steps of the staircase and reached the street, the clock struck its last chime, and a rude footman pushed the girl, whom he took for a cook, and asked her how she dared to use the front staircase.

In the street lay a pumpkin, and various mice, rats and lizards scampered in all directions. Cinderella came home and took refuge in her corner of the fireplace. There, huddled over the ashes of the dying fire, she burst into sobs.

But the prince, mad with grief, had picked up one of the glass shoes that Cinderella had dropped in her escape. He was quite sure that no one could wear it but the beautiful princess at the ball. So they put the glass slipper on a velvet cushion and carried it all over the city, and the royal herald proclaimed that the girl who could put it on would be the prince's bride.

All the fair ladies of the city were eager to try on the shoe, but, alas, no foot could be found that could fit it. Cinderella's ugly stepsisters were naturally dying for a prince for a husband. They waited impatiently at her door, and when the herald arrived, they rushed into the street and invited him in.

Cinderella gazed at the little shoe, and a look of hope came into her sweet eyes. She waited until her stepsisters had tried it on, after wringing her feet trying to get them into the shoe, but all in vain. Then she asked if she could try it on herself.

-You, no less, go back to your corner of the kitchen," cried one of her stepsisters.

But the herald saw that the ragged girl was beautiful and had been ordered to let all the girls try on the shoe.

At that very moment, the prince rode by on horseback. He rushed into the house and learned from the herald the negative result of the search so far. One can imagine the prince's astonishment on discovering that a humble little cook was trying on the beautiful little glass slipper.

But there was no need for the slightest struggle. Cinderella's foot slipped loosely into the shoe and, with a smile, the girl pulled the other one out of her pocket.

-You! You!" exclaimed her half-sisters, gaping in amazement.

Then the fairy godmother appeared. And with a wave of her magic wand, she transformed Cinderella into the princess of the ball.
The prince knelt down on one knee before her, kissed her hand and, rising, proclaimed her his bride.
They were married with great pomp and were very happy.

***

La urraca y la mona
Fábula - Autor: Iriarte

A una mona muy taimada
dijo un día cierta urraca:
"Si vinieras a mi casa,
¡cuántas cosas te enseñara!
Tú bien sabes con qué maña
robo y guardo mil alhajas.
Ven, si quieres, y veráslas
escondidas tras de un arca."
La otra dijo: "Vaya en gracia.
Y al paraje le acompaña.

Fue sacando Doña Urraca
una liga colorada,
un tontillo de casaca,
una hebilla, dos medallas,
la contera de una espacda,
medio peine y una vaina
de tijeras; una gasa,
un mal cabo de navaja,
tres clavijas de guitarra
y otras muchas zarandajas.

"¿Qué tal?- dijo-. Vaya, hermana
¿No me envidia? ¿No se pasma?
A fe que otra de mi casta
en riqueza no me iguala."

Nuestra mona la miraba
con un gesto de novata;
y al fin dijo: "¡Patarata!
Has juntado lindas maulas.
Aquí tienes quien te gana,
porque es útil lo que guarda.
Si no, mira mis quijadas.
Bajo de ellas, camarada,
hay dos buches o papadas,
que se encogen y se ensanchan.

Como aquello que me basta,
y el sobrante guardo en ambas
para cuando me haga falta.
Tú amontonas, mentecata,
trapos viejos y morralla;
mas yo, nueces, avellanas,
dulces, carne y otras cuantas
provisiones necesarias."

Y esta mona redomada,
¿habló sólo con la urraca?
Me parece que más habla
con algunos que hacen gala
de confusas misceláneas,
y fárrago sin sustancia. 

The magpie and the monkey  

To a very devious monkey
said a certain magpie one day:
"If you would come to my house,
how many things I would teach you!
You know very well how cleverly
I steal and keep a thousand jewels.
Come, if you like, and you will see them
hidden behind a chest."
The other said, "Go in grace.
And she accompanied him to the place.

And Doña Urraca took out
a red garter,
a small piece of a coat,
a buckle, two medals,
the end of a sword,
half a comb and a sheath
of scissors; a piece of gauze,
one bad end of a razor,
three guitar pegs
and many other trifles.

How do you do," said he, "Why, sister, don't you envy me?
Don't you envy me? aren't you astonished?
I'll tell you, another of my caste
in wealth does not equal me."

Our monkey looked at her
with the gesture of a novice;
And at last she said, "You duck!
Thou hast gathered pretty maulas.
Here's one who beats you,
for what you keep is useful.
If not, look at my jaws.
Underneath them, comrade,
There are two mouths or jowls,
Which shrink and widen.

Like that which is enough for me,
and the surplus I keep in both
for when I need it.
You pile up, you fool!
old rags and rubbish;
but I, nuts, hazelnuts,
sweets, meat, and as many other
and other necessary provisions.

And this uncouth monkey,
did she only talk to the magpie?
It seems to me that she talks more
with some who flaunt
of confused miscellanea,
and farrago without substance. 

***

Blanca Nieves y los 7 enanitos
Autores: Hermanos Grimm


Había una vez una hermosa reina que estaba sentada junto a la ventana, bordando sobre un bastidor de ébano. Su hijita yacía en una cuna a su lado. Fuera, la nieve caía en suaves copos. Mientras la reina hacía su labor, se pinchó el dedo y dejó caer tres gotas de sangre en la nieve acumulada sobre el antepecho de la ventana. Luego, sonrió mientras miraba a su hijita y dijo, con dulzura:

-¡Oh mi encantadora niña! Ojalá tu piel sea blanca como la nieve, tus labios y tus mejillas rojos como la sangre y tu cabello negro como el ébano. Te llamaré Blancanieves.

Por desgracia, cuando Blancanieves tenía siete años de edad, su madre murió y, poco después, el rey volvió a casarse.

La nueva reina detestaba a su hijastra porque la sabía muy bella. Y como ella quería ser la mujer más hermosa del mundo, todas las mañanas preguntaba a su espejo mágico:

-Espejo, espejo, dime una cosa: ¿Quién es de todas la más hermosa?

Y siempre el espejo respondía:

-De todo el mundo, sin duda eres la más hermosa de las mujeres.

Pero en la mañana en que Blancanieves cumplía su octavo cumpleaños, la reina recibió una respuesta distinta:

-Eres hermosa, pero jamás a Blancanieves igualarás.

Inmediatamente, la reina tomó una decisión. Llamó a un criado y le ordenó que se llevara a Blancanieves al bosque, que la matase y le dijera al rey que la niña había sido devorada por una fiera.

El criado obedeció la orden. Pero la niña le suplicó de manera tan lastimera ue le perdonara la vida, que el servidor se apiadó de ella y la abandonó en el bosque, y al volver le dijo a la reina que Blancanieves estaba muerta.

A solas en el bosque, la niña vagabundeó durante largo tiempo; pero era tan linda que ninguna fiera le hizo daño.

Al anochecer, vió una pequeña cabaña y atisbó su interior. Sobre una mesa había siete platos, cada uno con una rebanada de pan y un vaso de vino a su lado.

Blancanieves entró, comió un trocito de pan de cada plato y bebió un poco de cada vaso. Luego, vió siete camas. Las probó sucesivamente y, cuando se tendió en la séptima, se quedó dormida.

La cabaña pertenecía a siete enanos o gnomos, que extraían oro y piedras preciosas de las montañas. Al volver esa noche, encendieron las siete lámparas y miraron a su alrededor.

-¿Quién se ha sentado sobre mi taburete?- gritó el primer enano.
-¿Quién ha estado picoteando mi pan?- gritó el segundo.
-¿Quién ha tocado mi cuchara?- gritó el tercero.
-¿Quién ha cortado con mi cuchillo?- gritó el cuarto.
-¿Quién tomó de mi vaso?- gritó el quinto.
-¿Quién se bebió mi vino?- gritó el sexto.

Pero el séptimo enanito había estado mirando las camas en desorden y gritó:
-¡Ahí está! ¡En mi cama!

Entonces, los siete enanos rodearon a la niña y la contemplaron con deleite. Decidieron no despertarla: de modo que el séptimo enano durmió esa noche, sucesivamente, una hora en la cama de cada uno de sus hermanos.

Al despertar, Blancanieves vió que los siete enanitos eran tan buenos y generosos que les contó toda su historia. Entonces, ellos la invitaron a vivir en la cabaña y a ser su ama de llaves.
-Pero no dejes entrar a nadie cuando estemos ausentes- dijo el primer enanito.
-¡Por cierto que no!- exclamaron los demás.

Mientras tanto, en el palacio, la reina había tenido un terrible sobresalto, porque, cuando interrogó a su espejo, éste le respondió:
-Eres hermosa, pero jamás a Blancanieves igualarás. En la cabaña de los enanos vive contenta con siete hermanos.

Y una mañana, Blancanieves oyó un golpecito en la puerta y, al abrir, vió a una mujer que vendía cordones para los corsés.
Recordando lo que le dijeron los enanitos, Blancanieves se disponía a cerrar la puerta, cuando aquella mujer gritó:

-Pero, hija... Estoy segura de que no sabes atar bien tus corsés. Permíteme que te lo enseñe.
Como parecía muy bondadosa, Blancanieves la dejó entrar.

Entonces, la mujer, que en realidad era la malvada reina disfrazada, se dió prisa y ató a Blancanieves tan fuertemente con los cordones del corsé, que la niña se desplomó como muerta.
Pero cuando volvieron a casa los enanitos, cortaron los cordones, y Blancanieves revivió.
Esa noche, con gran enojo de la reina, el espejo le dijo la misma respuesta.
Y algo después, una mujer se presentó ante la puerta de la casa del valle, ofreciendo peines en venta.

Blancanieves no pensó que aquello pudiera hacerle mal alguno, de modo que la dejó entrar y le permitió probar un peine en su cabello..., y cuando la mujer le clavó el peine, se desplomó como muerta.

Pero cuando los enanitos volvieron a casa, le sacaron el peine del cabello, y Blancanieves resucitó.
En el palacio, el espejo dió a la reina la respuesta de siempre, y la malvada se sintió más furiosa que nunca.
Y cierto día, Blancanieves vió que se acercaba a la puerta una campesina que vendía manzanas. Pero no quiso abrirle y se negó a comprárselas. La desconocida, que era la reina disfrazada, había astutamente envenenado sólo la mitad de una manzana y dijo a Blancanieves:
-¡Vamos! Quizás temas que haya veneno. Cortaré esta manzana en dos mitades, y yo me comeré una y tú la otra.

Blancanieves, riéndose de sus propios temores, aceptó la mitad envenenada de la manzana; y después del primer mordisco, se desplomó.
Esa noche, la reina se mostró satisfecha, ya que el espejo le contestó:
-De todo el mundo, sin duda eres la más hermosa de las mujeres.

Los enanitos sintieron un dolor infinito cuando murió su querida princesa. Le hicieron un ataúd de vidrio y lo colocaron sobre una colina, y alguno de los enanitos lo vigiló siempre, día y noche, durante diez años. Y mientras tanto, las mejillas y los labios de Blancanieves estaban tan rosados como cuando vivía.

Cierto día, llegó a caballo un príncipe, y al mirarla a través de la tapa de vidrio se enamoró perdidamente de Blancanieves. Y rogó que le permitieran llevársela en su ataúd, a pesar de estar muerta, a su propio palacio.
Al principio, los enanos no querían consentir, pero finalmente cedieron. Mientras ayudaban al príncipe a levantar la tapa, la caja resbaló de sus manos y, al golpear el suelo, de los labios de Blancanieves cayó un trozo de manzana. La niña abrió los ojos, sonrió y trató de incorporarse.

Inmediatamente, ellos alzaron la tapa, y Blancanieves se levantó, sana y salva.
Los enanitos estaban locos de alegría, y el príncipe suplicó a Blancanieves que la dejara llevarla al palacio.
-¡Oh príncipe! ¡Creo que he estado soñando contigo!- dijo tímidamente Blancanieves.

Algún tiempo después, la malvada reina recibió una invitación para una boda. Después de haberse vestido en sus mejores galas, se acercó a su espejo y le hizo la pregunta de siempre. Y el espejo le contestó:
-Aunque tú brillas como una estrella, la nueva reina es mucho más bella.

Esta respuesta indujo a la pérfida a ir a la boda, para ver con sus propios ojos a su rival. Cuando llegó, vió que aquella joven reina no era otra que Blancanieves, su aborrecida hijastra, y eso la irritó tanto que le dió un ataque y debieron llevársela y, poco tiempo después, murió.

Blancanieves y su esposo vivieron felices durante muchos años; y con frecuencia visitaban a los enanitos y le llevaban regalos.

Snow White and the 7 Dwarfs

Once upon a time there was a beautiful queen who sat by the window, embroidering on an ebony frame. Her little daughter lay in a cradle beside her. Outside, the snow was falling in soft flakes. As the queen went about her work, she pricked her finger and dropped three drops of blood on the snow that had accumulated on the window sill. Then she smiled as she looked at her little daughter and said, sweetly:

-Oh my lovely child! May your skin be as white as snow, your lips and cheeks as red as blood, and your hair as black as ebony. I will call you Snow White.

Unfortunately, when Snow White was seven years old, her mother died and, soon after, the king remarried.

The new queen detested her stepdaughter because she knew her to be very beautiful. And because she wanted to be the most beautiful woman in the world, every morning she asked her magic mirror:

-Mirror, mirror, tell me one thing: who is the most beautiful of all?

And the mirror always answered:

-Of all the world, you are undoubtedly the most beautiful of all women.

But on the morning of Snow White's eighth birthday, the queen received a different answer:

-You are beautiful, but you will never equal Snow White.

Immediately, the queen made a decision. She summoned a servant and ordered him to take Snow White into the forest, kill her and tell the king that the girl had been eaten by a wild beast.

The servant obeyed the order. But the girl begged him so piteously to spare her life, that the servant took pity on her and left her in the forest, and on his return told the queen that Snow White was dead.

Alone in the forest, the girl wandered for a long time; but she was so beautiful that no beast harmed her.

At nightfall, she saw a little cottage and peeped inside. On a table stood seven dishes, each with a slice of bread and a glass of wine beside it.

Snow White went in, ate a small piece of bread from each plate and drank a little from each glass. Then she saw seven beds. She tried them one after the other, and when she lay down on the seventh, she fell asleep.

The hut belonged to seven dwarves or gnomes, who mined gold and precious stones from the mountains. When they returned that night, they lit the seven lamps and looked around them.

-Who has been sitting on my stool?" cried the first dwarf.
-Who has been pecking at my bread?" cried the second.
-Who has touched my spoon?" cried the third.
-Who has cut with my knife?" cried the fourth.
-Who drank from my glass? cried the fifth.
-Who drank my wine?" cried the sixth.

But the seventh dwarf had been looking at the beds in disarray and shouted:
-There it is, in my bed!

So the seven dwarfs surrounded the girl and gazed at her with delight. They decided not to wake her: so the seventh dwarf slept that night, one hour in turn, in the bed of each of his brothers.

When Snow White awoke, she saw that the seven dwarfs were so kind and generous that she told them her whole story. Then they invited her to live in the cottage and be their housekeeper.
-But don't let anyone in when we are away," said the first dwarf.
-Certainly not," exclaimed the others.

Meanwhile, in the palace, the queen had had a terrible shock, for, when she questioned her mirror, it answered her:
-You are beautiful, but you will never equal Snow White. In the dwarves' hut she lives contentedly with seven brothers.

And one morning Snow White heard a knock at the door, and when she opened it she saw a woman selling laces for corsets.
Remembering what the dwarfs had told her, Snow White was about to close the door, when the woman shouted, "But, my child!

-But, child... I'm sure you don't know how to tie your corsets properly. Let me show you.
As she seemed very kind, Snow White let her in.

Then the woman, who was really the evil queen in disguise, hurried up and tied Snow White so tightly with the laces of the corset that the girl collapsed as if dead.
But when the dwarfs returned home, they cut the laces, and Snow White revived.
That night, to the queen's great anger, the mirror gave her the same answer.
And a little later, a woman appeared at the door of the house in the valley, offering combs for sale.

Snow White did not think it could do her any harm, so she let her in and let her try a comb in her hair... and when the woman stuck the comb in her hair, she collapsed as if dead.

But when the dwarfs returned home, they pulled the comb out of her hair, and Snow White was resurrected.
In the palace, the mirror gave the queen her usual answer, and the wicked queen was more furious than ever.
And one day, Snow White saw a peasant girl selling apples approaching the door. But she refused to open the door and refused to buy them. The stranger, who was the queen in disguise, had cunningly poisoned only half an apple and said to Snow White:
-Come on! Perhaps you are afraid there is poison in it. I will cut this apple into two halves, and I will eat one and you the other.

Snow White, laughing at her own fears, accepted the poisoned half of the apple; and after the first bite, she collapsed.
That night, the queen was satisfied, for the mirror answered her:
-Of all the world, you are certainly the most beautiful of women.

The little dwarfs felt infinite grief when their beloved princess died. They made her a glass coffin and placed it on a hill, and one of the dwarfs watched over it day and night for ten years. And all the while, Snow White's cheeks and lips were as rosy as when she was alive.

One day a prince rode up on horseback, and as he looked at her through the glass cover he fell madly in love with Snow White. And he begged to be allowed to take her away in his coffin, even though she was dead, to his own palace.
At first, the dwarves did not want to consent, but finally gave in. As they helped the prince lift the lid, the box slipped from their hands and, as it hit the ground, a piece of apple fell from Snow White's lips. She opened her eyes, smiled and tried to sit up.

Immediately, they lifted the lid, and Snow White got up, safe and sound.
The dwarfs were overjoyed, and the prince begged Snow White to let him take her to the palace.
-Oh prince, I think I've been dreaming about you," said Snow White shyly.

Some time later, the wicked queen received an invitation to a wedding. After she had dressed up in her best clothes, she went to her mirror and asked the usual question. And the mirror replied:
-Although you shine like a star, the new queen is much more beautiful.

This answer induced the perfidious woman to go to the wedding, to see her rival with her own eyes. When she arrived, she saw that the young queen was none other than Snow White, her hated stepdaughter, and this irritated her so much that she had a fit and had to be taken away, and shortly afterwards she died.

Snow White and her husband lived happily for many years; and they often visited the dwarfs and brought her presents. 

***

La cabra del señor Seguin (Alphonse Daudet)


El Sr. Seguín nunca había tenido alegrías con sus cabras. Las perdía todas del mismo modo: una buena mañana, rompían su cuerda, se iban a la montaña y, allá arriba, el lobo se las comía. Ni las caricias de su dueño ni el miedo al lobo, nada las retenía. Eran, al parecer, cabras independientes, que buscaban a toda costa el espacio abierto y la libertad.

El bueno del Sr. Seguín, que no entendía nada del carácter de sus animales, estaba consternado. Se decía:

- Se acabó. Las cabras se aburren en mi casa. No guardaré ni una.

Sin embargo, no se desanimó y, después de haber perdido seis cabras de la misma manera, compró una séptima; aunque esta vez, tomó la precaución de cogerla jovencita para que se acostumbrara a quedarse en su casa. ¡Qué hermosa era la pequeña cabra del Sr. Seguín! ¡Qué hermosa era con sus ojos dulces, su perilla de suboficial, sus pezuñas negras y brillantes, sus cuernos cebrados y sus largos pelos blancos que le hacían una hopalanda! Era casi tan encantadora como la cabrita de Esmeralda. Y dócil, cariñosa, dejándose ordeñar sin moverse, sin poner su pie en la escudilla. Un amor de cabrita...

El Sr. Seguín tenía detrás de su casa un cercado rodeado de espinos blancos. Ahí es donde instaló a la nueva inquilina. La ató a una estaca en el lugar más bello del prado, cuidando de dejarle mucha cuerda, y, de vez en cuando, iba para ver si estaba bien. La cabra se encontraba muy feliz y pacía la hierba de tan buen grado que el Sr. Seguín estaba encantado.

- Por fin, -pensaba el pobre hombre- ¡he aquí una que no se aburrirá en mi casa!

El Sr. Seguín se equivocaba. Su cabra se aburrió. Un día, se dijo mirando la montaña:

- ¡Qué bien se debe estar arriba! ¡Qué placer brincar en el brezo, sin esta maldita cuerda que le desgarra a una el cuello! ¡ Está bien para el asno o para el buey lo de pacer en un cercado!... A las cabras nos hace falta espacio.
Desde ese momento, la hierba del cercado le pareció insípida. Le vino el aburrimiento. Adelgazó. Su leche se hizo escasa. Daba lástima verla tirar cada día de su correa, la cabeza girada hacia el monte, con el hocico abierto, haciendo “¡Meee!” tristemente.

El Sr. Seguín se daba cuenta de que a su cabra le pasaba algo, pero no sabía lo que era... Una mañana, tras ordeñarla, la cabra se volvió y le dijo en su jerga:

- Escuche, señor Seguín. Languidezco en su casa. Déjeme ir a la montaña.

- ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Tú también! -gritó el Sr. Seguín estupefacto y, de pronto, dejó caer su escudilla. Entonces, sentándose en la hierba al lado de su cabra, le dijo:

- ¡Cómo, Blanchette, quieres dejarme!

Y Blanchette respondió:
- Sí, señor Seguín.

- ¿Acaso te falta la hierba aquí?
- ¡Oh, no! señor Seguín.

- A lo mejor estás atada demasiado corto. ¿Quieres que te alargue la cuerda?
- No es necesario, señor Seguín.

- Entonces... ¿Qué te hace falta? ¿Qué es lo que quieres?
- Quiero ir a la montaña, señor Seguín.

- Pero, pobrecita... ¿No sabes que está el lobo en la montaña? ¿Qué harás cuando venga?...
- Le daré cornadas, señor Seguín.

- Al lobo le traen sin cuidado tus cuernos. Me comió cabras con cuernos más grandes que los tuyos. Ya sabes, la pobre vieja Renaude que estaba aquí el año pasado. Una señora cabra, fuerte y brava como un macho cabrío. Se peleó con el lobo toda la noche y por la mañana el lobo se la comió.

- Vaya ¡Pobre Renaude!... No importa, señor Seguín... Déjeme ir a la montaña.

- ¡Santo Dios! -dijo el Sr. Seguín- Pero... ¿Qué les pasa a mis cabras? Otra más que el lobo se me va a comer... Pues no… ¡Te salvaré a tu pesar, bribona! Y por miedo a querompas tu cuerda voy a encerrarte en el establo y te quedarás allí siempre.

Con estas palabras, el Sr. Seguín llevó a la cabra a un establo totalmente negro y cerró la puerta con dos vueltas. Desgraciadamente, había olvidado cerrar la ventana y, en cuanto se giró, la pequeña se escapó.

Cuando la cabra blanca llegó a la montaña fue un encantamiento general. Jamás los viejos abetos habían visto cosa tan hermosa. Se la recibió como a una pequeña reina. Los castaños bajaban hasta la tierra para acariciarla con la punta de sus ramas. Las genistas se abrían a su paso y olían tan bien como podían. Toda la montaña le hizo un fiesta.

No más cuerda, no más estaca… Nada que le impidiera brincar, pacer a su gusto... ¡Ahí sí que había hierba! ¡Hasta por encima de los cuernos! ¡Y qué hierba! Sabrosa, fina, dentellada, hecha de mil plantas... Era algo bien distinto al césped del cercado. ¡Y las flores! Grandes campánulas azules, digitales de púrpura con largos cálices,... ¡Todo un bosque de flores salvajes que rebosaban de jugos embriagadores! La cabra blanca, medio borracha, se revolcaba por ahí patas arriba y rodaba a lo largo de los taludes, mezclándose con las hojas caídas y las castañas... 

Luego, de repente, se erguía de un brinco sobre sus patas. ¡Hop! Otra vez en marcha con la cabeza por delante, cruzando matorrales y zarzales, ora sobre un pico, ora en el fondo de un barranco, arriba, abajo, por todos lados… Parecía que había diez cabras de Sr. Seguín en la montaña. Y es que no le temía a nada, Blanchette. Atravesaba de un salto grandes torrentes que la salpicaban al pasar con polvo húmedo y espuma; después, chorreando entera, iba a tumbarse sobre alguna roca lisa y se dejaba secar por el sol... Una vez, adelantándose hasta el borde de una meseta con una flor de cítiso entre los dientes, percibió abajo, muy abajo en la llanura, la casa de Sr. Seguín con el cercado detrás. Esto la hizo llorar de risa.

- ¡Qué pequeño es! -se dijo- ¿Cómo pude caber allí dentro?

¡Pobrecilla! Al verse tan alta, se creía por lo menos tan grande como el mundo... En suma, fue un buen día para la cabra del Sr. Seguín. Hacia mediodía, corriendo de derecha a izquierda, se topó con un rebaño de rebecos que masticaban una lambrusca a dentelladas. Nuestra pequeña corredora con vestido blanco causó sensación. 

Le cedieron el mejor sitio en torno a la lambrusca y todos esos caballeros fueron muy galantes... Parece ser que un rebeco joven con pelaje negro tuvo la buena fortuna de gustarle a Blanchette. Los dos enamorados se extraviaron en el bosque una hora o dos... Y si queréis saber lo que se dijeron, pregúntale a los manantiales cotillas que corren invisibles entre el musgo.

De repente, el viento se enfrió. La montaña se tornó violeta... Era la noche.

- ¡Ya! -Dijo la pequeña cabra y se paró muy asombrada.

Abajo, los campos estaban inundados de bruma. El cercado del Sr. Seguín desaparecía entre la niebla y de la casita ya no se veía más que el tejado con un poco de humo. Escuchó los cascabeles de un rebaño que volvía y sintió una gran tristeza en el alma... Un gavilán, que volvía, la rozó con sus alas al pasar. Se estremeció... Luego resonó un aullido en la montaña:

- ¡Hou! ¡Hou!

Pensó en el lobo. En todo el día, la loca no había pensado en él. Al mismo tiempo, una trompa sonó muy lejos en el valle. Era el bueno del Sr. Seguin quien intentaba un último esfuerzo.

- ¡Hou! Hou!... -hacía el lobo.

- ¡Vuelve! ¡Vuelve!... -gritaba la trompa.

Blanchette tuvo ganas de volver; pero recordando la estaca, la cuerda, el seto del cercado,..., pensó que ahora ya no podría hacerse a esa vida y que más valía quedarse. La trompa dejó de sonar... La cabra oyó detrás de ella un ruido de hojas. Se volvió y vió en la sombra dos orejas cortas, totalmente rectas, con dos ojos que relucían... Era el lobo. Enorme, inmóvil, sentado en su gran trasero, estaba ahí mirando a la pequeña cabra blanca, saboreándola de antemano. Como sabía bien que se la comería, el lobo no se apresuraba. Únicamente, cuando se dio la vuelta, se echó a reír con maldad.

- ¡Ha! ¡Ha! ¡La pequeña cabra de Sr. Seguín! -y pasó su gruesa lengua roja sobre sus morros de yesca.

Blanchette se sintió perdida... Por un momento, recordando la historia de la vieja Renaude, que se había peleado toda la noche para acabar comida por la mañana, se dijo que más valdría dejarse comer en seguida; luego, cambiando de opinión, se puso en guardia, la cabeza baja y el cuerno adelante, como la brava cabra del Sr. Seguín que era... No es que tuviera la esperanza de matar al lobo (las cabras no matan al lobo) sino tan sólo para ver si podía aguantar tanto tiempo como Renaude... Luego, el monstruo avanzó y los cuernecito entraron en danza.

¡Ah! ¡La valiente cabra! ¡Cómo se defendía! Más de diez veces, no miento, forzó al lobo a retroceder para retomar aliento. Durante estas treguas de un minuto, la golosa recogía aprisa aún alguna brizna de su querida hierba; luego regresaba al combate, con la boca llena... Esto duró toda la noche. De vez en cuando la cabra del Sr. Seguín miraba a las estrellas bailar en el cielo claro y se decía:

- ¡Oh! ¡Mientras resista hasta el alba...!

Una tras otra, las estrellas se apagaron. Blanchette redobló sus cornadas, el lobo sus mordiscos... Una luz pálida apareció en el horizonte. El canto del gallo subió desde una granja.

- ¡Por fin! -dijo el pobre animal que tan solo esperaba al día para morir; y se tumbó en el suelo con su bella piel blanca toda manchada de sangre... Entonces el lobo se lanzó sobre la pequeña cabra y se la comió.

La historia que habéis oído no es un cuento de mi invención. Si alguna vez venís a Provenza, nuestros granjeros os hablarán a menudo de “la cabro de moussu Séguin, que se battégue touto la neui emé lou loup, e piei lou matin lou loup la mangé”. (que lucha todo el día con el lobo, y por la mañana el lobo se lo come").

« La chèvre de Monsieur Seguin » de Alphonse Daudet adapté en français facile.
 
M. Seguin n’avait jamais eu de bonheur avec ses chèvres.

Il les perdait toutes de la même façon: un beau matin, elles cassaient leur corde, s’en allaient dans la montagne, et là-haut le loup les mangeait. Ni les caresses de leur maître, ni la peur du loup, rien ne les retenait. C’était, paraît-il, des chèvres indépendantes, voulant à tout prix le grand air et la liberté.

Le brave M. Seguin, qui ne comprenait rien au caractère de ses bêtes, était consterné. Il disait:

— Les chèvres s’ennuient chez moi, je n’en garderai pas une.

Cependant il ne se découragea pas, et, après avoir perdu six chèvres de la même manière, il en acheta une septième; seulement, cette fois, il eut soin de la prendre toute jeune, pour qu’elle s’habituât mieux à demeurer chez lui.

Ah ! qu’elle était jolie la petite chèvre de M. Seguin! qu’elle était jolie avec ses yeux doux, sa petite barbe, ses sabots noirs et luisants, ses petites cornes et ses longs poils blancs!  et puis, elle était docile, elle se laissait traire sans bouger. Un amour de petite chèvre…

M. Seguin mit sa nouvelle chèvre derrière sa maison, dans un clos entouré d’aubépine. Il l’attacha à un pieu, au plus bel endroit du pré, en ayant soin de lui laisser beaucoup de corde, et de temps en temps il venait voir si elle était bien. La chèvre se trouvait très heureuse et broutait l’herbe de si bon cœur que M. Seguin était ravi.

— Enfin, pensait le pauvre homme, en voilà une qui ne s’ennuiera pas chez moi!

M. Seguin se trompait, sa chèvre s’ennuya.

Un jour, elle se dit en regardant la montagne:

— Comme on doit être bien là-haut! Quel plaisir de gambader dans la bruyère, sans cette maudite corde qui vous écorche le cou !… C’est bon pour l’âne ou pour le bœuf de brouter dans un clos!… Les chèvres, il leur faut du large.

À partir de ce moment, l’herbe du clos parut bien fade à la petite chèvre de Monsieur Seguin. Puis, elle s’ennuya. Elle maigrit et son lait se fit rare. Toute la journée, elle tirait sur sa corde, la tête tournée du côté de la montagne, en faisant Mê!… tristement.

M. Seguin s’apercevait bien que sa chèvre avait quelque chose, mais il ne savait pas ce que c’était… Un matin, la chèvre lui dit:

— Écoutez, monsieur Seguin, je m’ennuie chez vous, laissez-moi aller dans la montagne.

— Ah! mon Dieu!… Elle aussi! cria M. Seguin stupéfait, et il lui dit:

— Comment Blanquette, tu veux me quitter!

Et Blanquette répondit:

— Oui, monsieur Seguin.

— Est-ce que l’herbe te manque ici?
— Oh! non! monsieur Seguin.

— Ta corde est peut-être trop courte, veux-tu que je l’allonge?
— Ce n’est pas la peine, monsieur Seguin.

— Alors, qu’est-ce qu’il te faut! qu’est-ce que tu veux?
— Je veux aller dans la montagne, monsieur Seguin.

— Mais, malheureuse, tu ne sais pas qu’il y a le loup dans la montagne… Que feras-tu quand il viendra? …

— Je lui donnerai des coups de corne, monsieur Seguin.

— Le loup se moque bien de tes cornes. Il m’a mangé des chèvres avec des cornes bien plus grandes que les tiennes… Tu sais bien, la pauvre vieille Renaude qui était ici l’an dernier? une chèvre, forte et méchante comme un bouc. Elle s’est battue avec le loup toute la nuit… puis, le matin, le loup l’a mangée.

— Pauvre Renaude!… Ça ne fait rien, monsieur Seguin, laissez-moi aller dans la montagne.

— Mais ce n’est pas vrai!… dit M. Seguin ; mais qu’est-ce qu’on leur fait donc à mes chèvres? Encore une que le loup va me manger… Eh bien, non… je te sauverai malgré toi!  je vais t’enfermer dans l’étable, et tu y resteras toujours.

Là-dessus, M. Seguin emporta la chèvre dans une étable toute noire, dont il ferma la porte à double tour. Malheureusement, il avait oublié la fenêtre, et à peine eut-il le dos tourné, que la petite s’en alla…

La petite chèvre était heureuse. Plus de corde, plus de pieu… rien qui l’empêchât de gambader, de brouter comme elle voulait… et de l’herbe, il y en avait jusque par-dessus ses cornes!… Et quelle herbe! Savoureuse, fine, faite de mille plantes… C’était bien autre chose que le gazon du clos. Et les fleurs!… des bleues, des rouges, il y en avait partout.

La petite chèvre n’avait peur de rien.  Elle franchissait d’un saut de grands torrents qui l’éclaboussaient au passage. Alors, toute ruisselante, elle allait s’étendre sur une roche plate et se faisait sécher par le soleil… Une fois, s’avançant au bord d’un plateau, elle aperçu en bas, tout en bas dans la plaine, la maison de M. Seguin avec le clos derrière. Cela la fit rire aux larmes.

— Que c’est petit! dit-elle ; comment ai-je pu tenir là dedans?

Pauvre petite chèvre! de se voir si haut perchée, elle se croyait au moins aussi grande que le monde…

En somme, ce fut une bonne journée pour la chèvre de M. Seguin.

Tout à coup le vent devint plus frais. La montagne devint violette; c’était le soir…

— Déjà! dit la petite chèvre; et elle s’arrêta fort étonnée.

En bas, les champs étaient dans la brume. Le clos de M. Seguin disparaissait dans le brouillard, et de la maisonnette on ne voyait plus que le toit avec un peu de fumée. Elle écouta les clochettes d’un troupeau qu’on ramenait, et se sentit toute triste… Elle tressaillit… puis ce fut un hurlement dans la montagne:

— Hou! hou!

Elle pensa au loup ; de tout le jour la folle n’y avait pas pensé… Au même moment une trompe sonna bien loin dans la vallée. C’était ce bon M. Seguin qui tentait un dernier effort.

— Hou! hou!… faisait le loup.

— Reviens! reviens!… criait la trompe.

La petite chèvre eut envie de revenir ; mais en se rappelant le pieu, la corde, la haie du clos, elle pensa que maintenant elle ne pouvait plus se faire à cette vie, et qu’il valait mieux rester.

La trompe ne sonnait plus…

La chèvre entendit derrière elle un bruit de feuilles. Elle se retourna et vit dans l’ombre deux oreilles courtes, toutes droites, avec deux yeux qui reluisaient… C’était le loup.

Énorme, immobile, assis sur son train de derrière, il était là regardant la petite chèvre blanche et la dégustant par avance. Comme il savait bien qu’il la mangerait, le loup ne se pressait pas ; seulement, quand elle se retourna, il se mit à rire méchamment.

— Ha! ha! la petite chèvre de M. Seguin! et il passa sa grosse langue rouge sur ses babines.

La petite chèvre se sentit perdue… Un moment en se rappelant l’histoire de la vieille Renaude, qui s’était battue toute la nuit pour être mangée le matin, elle se dit qu’il vaudrait peut-être mieux se laisser manger tout de suite; puis, s’étant ravisée, elle tomba en garde, la tête basse et les cornes en avant. Non pas qu’elle eût l’espoir de tuer le loup, — les chèvres ne tuent pas les loups, — mais seulement pour voir si elle pourrait tenir aussi longtemps que la Renaude…

Alors le monstre s’avança…

Ah! la brave chevrette, comme elle y allait de bon cœur! Plus de dix fois, elle força le loup à reculer pour reprendre haleine. Pendant ces trêves d’une minute, la gourmande cueillait en hâte encore un brin de sa chère herbe; puis elle retournait au combat, la bouche pleine… Cela dura toute la nuit. De temps en temps la chèvre de M. Seguin regardait les étoiles danser dans le ciel clair, et elle se disait:

— Oh ! pourvu que je tienne jusqu’à l’aube…

L’une après l’autre, les étoiles s’éteignirent. la petite chèvre redoubla de coups de cornes, le loup de coups de dents… Une lueur pâle parut dans l’horizon… On entendit le chant du coq.

— Enfin! dit la pauvre bête, qui n’attendait plus que le jour pour mourir; et elle s’allongea par terre dans sa belle fourrure blanche toute tachée de sang…

Alors le loup se jeta sur la petite chèvre et la mangea.

*** 

Enlace a Cuentos de -Hans Christian Andersen-

La cerillera en pdf

Andersen, Perrault y los Hermanos Grimm podrían considerarse los tres escritores y recopiladores de cuentos para niños más influyentes en Europa.

Hans Christian Andersen creció entre la pobreza y el abandono en el taller de zapatero de su padre, quien le alimentó su fantasía gracias a las historias fantásticas que le contaba y al teatro de títeres que le ayudó a construir.

Su formación autodidacta se debe principalmente a su desmedida afición a leer a Shakespeare, Goethe, Schiller, Hoffmann, entre otros muchos.

Con 14 años se fugó a Copenhague, donde acabó estudiando danza y otras materias gracias a algunas personas adineradas que le apadrinaron, como Jonas Collin, director del Teatro Real.

Empezó a escribir poesías, obras de teatro y novelas con escaso éxito, aunque con el paso del tiempo conseguiría el reconocimiento universal con sus 168 cuentos para niños.

Andersen viajó por medio mundo, lo cual le permitió escribir libros de viajes y sacar temas para sus cuentos. Su estilo se encuentra entre el último Romanticismo y su paso al Realismo.

Para sus cuentos utiliza un lenguaje sencillo, cargado de sentimientos donde la fantasía forma parte de la realidad. Sus personajes más desvalidos se someten a su destino hasta que un héroe, un hada o un ser fabuloso acude en su ayuda. Como es costumbre en los cuentos populares, sus personajes se identifican con valores, vicios y virtudes.

Entre sus cuentos más famosos destacan El patito feo (con trazos autobiográficos), El nuevo traje del Emperador, Las zapatillas rojas, El soldadito de plomo, El ruiseñor, La Sirenita, La princesa y el guisante y La pequeña cerillera.

La historia de la cerillera

La inspiración de Hans Christian Andersen se encuentra principalmente en lo que sucede alrededor, fijándose en los personajes más desfavorecidos.

La pequeña Cerillera tiene su origen en unos grabados que le enviaran a Andersen para que escribiera un cuento sobre ellos, pero a su vez el autor del cuento se inspiró en la vida de su madre (lavandera de profesión), quien a veces le contaba que, de pequeña, la mandaban a pedir limosna en las calles de Odense.

A pesar del frío, esta sentía tanta vergüenza que pasaba todo el día acurrucada bajo un puente, llorando, sin atreverse a regresar a su casa sin haber ganado ni una moneda.

Desde muchos puntos de vista La pequeña cerillera es una historia actual, pues la pobreza infantil es una nefasta consecuencia de la situación económica de nuestra sociedad. Esencialmente es una historia triste y emotiva, ambientada en la última noche del año que pretende provocar sentimientos de compasión y esperanza.

Cuando todos compran regalos y manjares, una niña da rienda suelta a su imaginación, único recurso que posee para superar el horrible frío que la acecha.

Sinopsis

En la última noche del año, una pobre niña camina descalza, muerta de frío, triste por no haber conseguido vender ningún fósforo ni una moneda que llevar a su casa.

Acurrucada en el suelo, intenta sentir algo de calor encendiendo unas cerillas, imaginando situaciones agradables con cada llama.

De pronto una estrella se desprende del cielo y comprende que alguien se ha muerto, así se lo había explicado su abuela que tanto la quería. Aparece una luz en la que la niña ve a la anciana, más hermosa que cuando vivía; la pequeña deja de sentir frío, hambre y miedo mientras camina hacia sus brazos.

El primer día del Año Nuevo ilumina el cuerpo sin vida de la niña.
 

Ali Babá y los 40 ladrones en pdf (Autor: De Las mil y una noche)

enlace cuentos clásicos infantiles


***

Josefina Bolinaga, (Valmaseda - Vizcaya), 1880 - 1965, miembro reconocida pero todavía por recuperar de la generación del 27, se dedicó a la literatura, especialmente a la infantil.

Aunque fue conocida principalmente como autora de literatura infantil, Josefina Bolinaga publicó también poesía previamente al año 1936.

El primero de los libros de poesía de Josefina Bolinaga, Alma rural, salió a la luz en el año 1925,  como “un libro sencillo, escrito para almas sencillas”, cuya nota predominante es la ternura.

¡Madre, cuidado en la ciudá
qué modo de bailar llevan!
M’asusté de lo que vi;
pero cuánta diferencia
del bailar de nuestros mozos
 y las mozas de mi tierra (…)
 ¡Pero, madre, en la ciudá,
 qué empujones, qué regüeltas,
 q’ajuntarse bien las caras,
 qué tocase las cabezas!

(“Como los angelicos…”, ibid. 101- 104)

El primer reconocimiento a su carrera llegó en 1932, cuando consiguió el tercer Premio Nacional de Literatura. Posteriormente, en 1934 recibió el Premio Nacional de Literatura con Amanecer.

Tras la guerra civil española (1936-1939) y el inicio de la dictadura franquista, su carrera tuvo que dar un vuelco. Se conoce que su obra Amanecer fue prohibida por el régimen franquista y retirada del uso escolar.

Tras sufrir una adaptación a causa de la censura, la obra con modificaciones volvió a la circulación y a su utilización en las aulas.

Posteriormente, Josefina todavía se mantuvo en temas de literatura infantil, pero adaptándose a los permitidos por la dictadura. Así, aparecieron obras como Nueva raza (1941), Cuentos de primavera (1944), Mi patria es el mar (1951), Solo para niñas (1957) o Ven a mi jardín (1962).

*** 

Poemas de Josefina Bolinaga

El primer beso

-Madre, yo una cosa
decírsela debo,
que me quita el jambre,
que me quita el sueño.
¡Una cosa grande!
¡Madre, es un secreto!
¡Venga usté a l´alcoba!
¡Venga p´allá drento!
que no l´oiga padre,
que no l´oiga agüelo.

Pues verá usté, madre...,
casi no m´atrevo
a decirla todo,
y es que endemás miedo
de que usté me riña
mucho yo le tengo.

¡No se ponga seria!
¡No m´arrugue el ceño!
Mire pa otro lao...
Que me da usté miedo...
Ahora lo digo,
ahora alcomienzo.

Ayer para el campo
se vino el Usebio,
s´acercó pa mí,
y dijo, contento...
Lo de siempre, madre:
¡Que si yo le quiero!
Le dije... que sí,
que ley yo le tengo;
s´acercó él altonces
más p´hacia mi cuerpo,
juntó la su cara
casi con mi pelo...
¡No se ponga seria!
¡No m´arrugue el ceño!
Q´altonces no sigo
este mi secreto.
   ¡Mire pa otro lao!
pus iba diciendo
Q´ajuntándose a mí
el mocico Usebio...
¡Y altonces! ¡Altonces!
¡Ay, madre! ¡Qué miedo!
Me dio en la cara
así como un beso.

¡No me riña, madre!
Q´ha sío el primero.
¡No me riña, madre!
Que más ya no vuelvo
a dejar besarme
del mocico Usebio.

- No te riño, hijica;
no me tengas miedo.
¡Cuánto que me gusta!
¡Cuánto que m´alegro
Q´a mi m´hayas dicho
eso del Usebio!
¡Pa estar con mil ojos!
¡Pa velar por ti
y pa estar yo siendo
la tu sombra siempre
que siga a tu cuerpo!

¡Cuánto que me gusta!
¡Cuánto que m´alegro
q´a mí m´hayas dicho
ese atrevimiento...!
Ya estoy mu tranquila:
No vendrá otro beso,
que tendrá tu madre
mil ojos para ello.

Porque tú no sabes
y has de tú saberlo,
q´es mucho dañino
ese primer beso.


El hondo sufrir

I
Se murió la nenita, y el padre
con el alma transida de pena,
iba tras la caja
blanco cual la cera.
¡Qué congojas tan grandes el pecho!
¡Qué latir de las sienes con fuerza!  
Iba como un ebrio
Tras la niña muerta.

II
En los campos brillaban las mieses
cual chispitas de luz y centellas,
doradas espigas
se inclinaban del peso a la fuerza.
Los cotos bravíos,
allá en la pradera,
retozando triscaban alegres
y balaban también las ovejas.
¡Todo convidaba
a la vida buena!
El ambiente cargado venía
de las madreselvas,
los zarzales, de rosas floridos,
perfumaban sencillos la tierra.
¡Qué alegre la vida,
qué hermosa, qué bella!
Y a lo lejos se oía la copla,
tan sencilla, tan fresca,
copla campesina
de suave cadencia,
que traía pensares benditos
del honrado vivir de la aldea.

III

¡Qué hermosa la vida;
vivirla, qué buena!
qué cansado subía el cortejo
por la dura cuesta.
Todos, en silencio,
caminaban de prisa y con pena,
¡qué dolor tan hondo
en la tarde aquella!
Pobre padre, pobre padre,
blanco cual la cera,
que cómo iba, ni él lo sabía,
tras la niña muerta.

Peces en la tierra. Antología de mujeres poetas en torno a la generación del 27. Edición y selección de Pepa Merlo. Fundación José Manuel Lara.    

***

The Blue Fairy Book 

Información sobre cómo leer
Smartphones y tablets
Instala la aplicación Google Play Libros para Android y iPad/iPhone. Se sincroniza automáticamente con tu cuenta y te permite leer contenido online o sin conexión estés donde estés.
Ordenadores de sobremesa y portátiles. Puedes leer los libros comprados en Google Play con el navegador web del ordenador. 

***

No hay comentarios:

Publicar un comentario