A Brief History of Russia's War in Ukraine
1. The rupture: Russia and Ukraine after the collapse of the USSR
2. Where does the homeland begin? The Ukrainian View
3. Russian sentiment towards NATO
4. What Putin thinks
5. Where does it end?
In the three months leading up to the invasion, everyone debated whether war was a real possibility; whether Vladimir Putin's threats were bluffing or serious. Some of Russia's geopolitical experts who had previously advised caution in forecasting were now saying that there was reason for concern.
Others, who had long criticised Putin's attitude, claimed that he was just trying to attract attention, that his threats were merely a theatrical ploy. There was intense debate between analysts following the deployment of soldiers on the ground and those analysing the messages the Russian government channelled through television. Analysts monitoring the deployment of soldiers on the border and in Crimea warned of the possibility of an invasion. Those monitoring the country's television stations that provided official information claimed that Russian television was not fuelling hostility, as it usually does before an invasion, and that this meant there would be no war.
The unknown was finally resolved in the early hours of 24 February, when Russian missiles hit military installations and civilian targets inside Ukraine, and Russian armoured convoys crossed the border. Then everyone began to analyse the motives. Is Putin mad? Is he unsettled by NATO expansion? Is he guided by amoral parameters, as Putin expert Fiona Hill has suggested, that are fundamentally historical, with timescales that make no sense to ordinary mortals? Is he gradually trying to rebuild the Russian Empire? Will Estonia be his next target?
I travelled to Moscow in January to see if I could find out more. The city was beautiful. There was snow on the streets and calm in the air. Repression was intensifying, the space for political expression was shrinking and the actual death toll from the COVID-19 pandemic was much higher than officially acknowledged. And yes, in this pandemic context, Putin was paranoid and forced anyone who wanted to see him in person to quarantine themselves for a week in advance in a hotel provided by the Kremlin for this purpose.
No one thought things were on the right track, but none of the people I spoke to, some of them quite well connected, thought an invasion was going to happen. In fact, they thought Putin had a strategy of coercive diplomacy on his hands. They thought that the US intelligence agencies that warned of a possible invasion had lost their minds. I met with friends, listened to their reflections, analysed the various possible scenarios. Even in the unlikely event of an invasion, they said, we all agreed that it would be over quickly. It would be like Crimea: a surgical operation, very precise, because of Russia's overwhelming technological superiority. Putin had always been very cautious; the kind of person who never starts a battle he is not sure he will win. It would be terrible, but relatively painless. It was a mistake. We all made mistakes.
The fact
that we were all wrong did not prevent us from immediately claiming that
we were right. Russian geopolitical experts who had been arguing for
years that Putin was a bloody tyrant were quick to point out that they
were right, for he had indeed finally shown his true colours. The
pundits who had been arguing for years that we should pay attention to
Putin's threats were also able to hang their medals - albeit more
discreetly - on the fact that Putin had finally made good on his
threats. As usual, former White House officials from previous
presidencies went on television like talking butos, giving lessons and
accepting no responsibility, as if they had not contributed, one way or
another, to the catastrophe.
This war was not inevitable.
However, we have been heading in that direction for years. The war
itself is not new: it began, as the Ukrainians have repeated in the last
two weeks, with the Russian incursion in 2014. But the roots of the
conflict go back even further. We are still living in the death throes
of the Soviet empire. We in the West are reaping the fruits of our
failed policies in the region after the collapse of the USSR.
This
war is the decision of one person and one person only: Vladimir Putin.
He made the decision during the time he was in isolation to protect
himself from the pandemic, he did not organise any kind of campaign to
build public support, and he hardly spoke about his intentions to anyone
outside his inner circle, which is why, a few weeks before the
invasion, no one in Moscow thought that an invasion was going to happen.
Moreover, he clearly did not understand the nature of the political
situation in Ukraine and the strength of the resistance he would
encounter.
However, to understand the tragedy of the war, and what it means for Ukraine and Russia and the rest of humanity, it is worth going beyond the last few weeks and months, and even beyond Vladimir Putin. The situation did not have to have this outcome, although it is much more difficult to determine where exactly we have gone wrong.
Durante los tres meses previos a la invasión, todo el mundo debatió acerca de si una guerra era una posibilidad real; si las amenazas de Vladímir Putin eran un farol o iban en serio. Algunos de los expertos en geopolítica rusa que antes aconsejaban prudencia en las previsiones, afirmaban ahora que había motivos para preocuparse.
Otros, que durante mucho tiempo habían criticado la actitud de Putin, aseguraban que solo trataba de llamar la atención, que sus amenazas solo eran una estrategia teatral. Hubo un intenso debate entre los analistas que seguían el despliegue de soldados sobre el terreno y los que analizaban los mensajes que el gobierno ruso canalizaba a través de la televisión. Los analistas que monitorizaban el despliegue de soldados en la frontera y en Crimea advertían de la posibilidad de una invasión. Los que monitorizaban las televisiones del país que ofrecían información oficial, afirmaban que la televisión rusa no estaba alimentando la hostilidad, como suele hacerse antes de una invasión, y que eso significaba que no iba a haber guerra.
La incógnita se resolvió, de forma definitiva, la madrugada del 24 de febrero, cuando los misiles rusos alcanzaron instalaciones militares y objetivos civiles dentro de Ucrania, y los convoyes blindados rusos cruzaron la frontera. Entonces todo el mundo empezó a analizar los motivos. ¿Putin está loco? ¿Está inquieto por la expansión de la OTAN? ¿Se guía por parámetros amorales, como ha sugerido la experta en Putin Fiona Hill, que son fundamentalmente históricos, con escalas de tiempo que no tienen sentido para el común de los mortales? ¿Intenta, gradualmente, reconstruir el Imperio Ruso? ¿Estonia será su siguiente objetivo?
Viajé a Moscú en enero para ver si podía informarme mejor. La ciudad estaba preciosa. Había nieve en las calles y se respiraba calma. La represión se estaba intensificando, el espacio para la expresión política se estaba reduciendo y la cifra real de víctimas mortales de la pandemia de COVID-19 era mucho mayor de lo que se reconocía oficialmente. Y sí, en este contexto pandémico, Putin estaba paranoico y obligaba a quien quisiera verlo en persona a ponerse en cuarentena durante una semana por adelantado en un hotel con el que el Kremlin contaba para tal fin. Nadie creía que las cosas fueran por el buen camino, pero ninguna de las personas con las que hablé, algunas de ellas bastante bien conectadas, pensó que fuera a producirse una invasión. De hecho, pensaban que Putin tenía entre manos una estrategia de diplomacia coercitiva.
Consideraban que las agencias de inteligencia estadounidenses que advertían de una posible invasión habían perdido la cabeza. Quedé con amigos, escuché sus reflexiones, analicé los distintos escenarios posibles. Aun en el caso de que se produjera una invasión, un escenario poco probable –decían–, todos estábamos de acuerdo en que acabaría rápidamente. Sería como Crimea: una operación quirúrgica, muy precisa, por la superioridad tecnológica abrumadora de Rusia. Putin siempre había sido muy cauteloso; el tipo de persona que nunca inicia una batalla que no está segura de ganar. Sería terrible, pero relativamente indoloro. Fue un error. Todos nos equivocamos.
El hecho de que todos estuviéramos equivocados no impidió que luego afirmásemos de inmediato que estábamos en lo cierto. Los expertos en geopolítica rusa que habían argumentado durante años que Putin era un tirano sangriento se apresuraron a señalar que llevaban razón, ya que sin duda había mostrado finalmente su verdadero rostro. Los expertos que habían estado argumentando durante años que debíamos prestar atención a las amenazas de Putin también pudieron colgarse la medalla –aunque de forma más discreta– porque Putin finalmente había cumplido sus amenazas. Como de costumbre, los excargos de la Casa Blanca de presidencias anteriores salieron en televisión como butos parlantes, impartiendo lecciones y sin aceptar ninguna responsabilidad, como si no hubieran contribuido, de una manera u otra, a la catástrofe.
Esta guerra no era inevitable. Sin embargo, hace años que nos encaminábamos en esa dirección. La guerra en sí no es nueva: comenzó, como los ucranianos han repetido en las últimas dos semanas, con la incursión rusa en 2014. Pero las raíces del conflicto se remontan aún más atrás. Todavía estamos viviendo los estertores del imperio soviético. En Occidente estamos cosechando los frutos de nuestras políticas fallidas en la región tras el colapso de la URSS.
Esta guerra es la decisión de una persona y sólo de una persona: Vladímir Putin. Tomó la decisión durante el tiempo que estuvo aislado para protegerse de la pandemia, no organizó ningún tipo de campaña para conseguir el apoyo de la opinión pública, y apenas habló de sus intenciones con nadie fuera de su círculo íntimo más reducido, razón por la cual, unas semanas antes de la invasión, nadie en Moscú pensaba que se iba a producir una invasión.
Además, es evidente que no comprendió la naturaleza de la situación política en Ucrania y la fuerza de la resistencia que se iba a encontrar. Sin embargo, para entender la tragedia de la guerra, y lo que significa para Ucrania y Rusia y el resto de la humanidad, vale la pena ir más allá de las últimas semanas y meses, e incluso más allá de Vladímir Putin. La situación no tenía por qué tener este desenlace, aunque es mucho más difícil determinar en qué nos hemos equivocado exactamente.
1. The rupture: Russia and Ukraine after the collapse of the USSR
Thirty years ago, when the countries of the former Soviet Union declared their independence, everyone breathed a sigh of relief that the break-up was taking place without major tensions. Apart from a nasty conflict between Armenia and Azerbaijan over the ethnic Armenian enclave of Nagorno-Karabakh, it took place with little violence. Gradually, however, almost imperceptibly, a change of attitude was taking place.
In Moldova, Russian troops supported a small Russian-speaking separatist movement that eventually formed the small breakaway republic of Transnistria. Georgia, the autonomous region of Abkhazia, also supported by Russian arms, fought a brief war with the central government in Tbilisi, as did South Ossetia. Chechnya, a Russian republic that had fiercely resisted imperial encroachment throughout the 19th century and suffered terribly under Soviet rule, declared its desire for independence, and was toppled in not one but two brutal wars.
Tajikistan suffered a civil war, partly a consequence of the civil war raging in Afghanistan, with which it shared a border. And so on. In 2007, Russia launched a cyber-attack against Estonia, and in 2008 it responded to a Georgian attempt to retake South Ossetia with a massive counteroffensive. Nevertheless, the perception remained that the dissolution of the Soviet Union had been miraculously peaceful. And then came Ukraine.
In the nation-building laboratory that was the former empire, Ukraine stood out. Some of the former Soviet republics had long political traditions and distinct linguistic, religious and cultural practices; others less so. The Baltic states had been independent for two decades between the world wars. Most of the other republics had had, at best, brief experiences of independence after the fall of Tsarism in 1917. To complicate matters, many of the new countries had a sizeable Russian-speaking population that was uninterested in new national projects or simply viewed them with hostility.
Ukraine was unique on all these fronts. Although it had also existed as an independent state in modern times for only a few years, it had a powerful nationalist movement, a vibrant literary tradition and the memory of the independent place it had occupied in European history before Peter the Great. It was a country of grand proportions, second only to Russia in Europe. It was industrialised, being a major producer of coal, steel and helicopter engines, as well as grain and sunflower seeds. Its population was highly educated. At the time of independence in 1991, the population was 52 million, second only to Russia among the post-Soviet states. It was strategically located on the Black Sea and bordered many Eastern European states and future NATO members.
It had what had once been the most beautiful beaches in the USSR on the Crimean peninsula, where Russian tsars had summered, as well as the largest warm-water naval port in the USSR at Sevastopol. It had suffered greatly during the German advance into the Soviet Union in 1941: of the USSR's 13 "heroic cities", so called because they saw the heaviest fighting and put up the most resistance to the Nazis, four were in Ukraine - Kiev, Odessa, Kerch and Sevastopol. The economies of Russia and Ukraine were deeply intertwined. Ukraine's Dnipro factories were a vital part of the USSR's military and industrial capacity, and Russia's major export pipelines passed through Ukraine. In the words of historian Dominic Lieven, describing the situation around World War I, Ukraine could not have been more strategic for Russia. "Without Ukraine's population, industry and agriculture, the Russia of the early 20th century would have ceased to be a great power". The same was true, or seemed to be true, in 1991.
Ukraine was not only important to Russia geopolitically. It was also culturally and historically. The Russian and Ukrainian languages had bifurcated sometime in the 13th century, and Ukraine had a distinct and remarkable literature, but the two remained close, almost as close as Spanish and Portuguese. Although most of the population was ethnically Ukrainian, there was, especially in the east, a large ethnic Russian minority. More importantly, although the official language was Ukrainian, the lingua franca in most major cities was Russian. Even more significantly, the majority of the population spoke both languages. On television it was common to see a journalist, for example, ask a question in Russian and receive an answer in Ukrainian, or to have a panel of experts for a talent show with two judges in Russian and two in Ukrainian. It was a bilingual country, which was rare.
From a Russian nationalist perspective, that was a problem - why speak two languages when you can speak only one? Crimea was a particular sore point: the vast majority of the population identified themselves as Russian. And once you started thinking about Crimea, you also started thinking about eastern Ukraine. A territory where there were many Russians. Of course, there were also Russians in other places: in northern Kazakhstan, for example, and in eastern Estonia. There were also irredentist claims for annexation by Russia in these areas, and from time to time they flared up. The writer-turned-political provocateur Eduard Limonov, for example, was arrested in Moscow in 2001 for an alleged plot to invade northern Kazakhstan and declare it an independent ethnic Russian republic. But nowhere occupied such a central place in the Russian historical imagination as Ukraine.
During the first 20 years of independence, Russia followed developments in Ukraine closely, and interfered in various ways, but went no further. That was all it needed. Ukraine's large Russian-speaking population guaranteed, or seemed to guarantee, that the country would not stray too far from the Russian sphere of influence.
1. La ruptura: Rusia y Ucrania tras la caída de la URSS
Hace treinta años, cuando los países de la antigua Unión Soviética declararon su independencia, todo el mundo respiró aliviado al constatar que la disolución se llevaba a cabo sin grandes tensiones. Más allá de un desagradable conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por el enclave étnico armenio del Alto Karabaj, se produjo con escasa violencia. Sin embargo, gradualmente, de forma casi imperceptible, se fue produciendo un cambio de actitud.
En Moldavia, las tropas rusas apoyaron un pequeño movimiento separatista de rusoparlantes que acabó formando la pequeña república escindida de Transnistria. Georgia, la región autónoma de Abjasia, también apoyada por las armas rusas, libró una breve guerra con el gobierno central de Tiflis, al igual que Osetia del Sur. Chechenia, una república rusa que había resistido ferozmente la invasión del imperio a lo largo del siglo XIX y que sufrió terriblemente bajo el dominio soviético, declaró su deseo de independencia, y fue derribada no en una sino en dos brutales guerras.
Tayikistán sufrió una guerra civil, en parte consecuencia de la guerra civil que asolaba Afganistán, país con el que compartía frontera. Y así sucesivamente. En 2007, Rusia lanzó un ciberataque contra Estonia, y en 2008 respondió a un intento de Georgia de retomar Osetia del Sur con una contraofensiva masiva. A pesar de todo, se mantuvo la percepción de que la disolución de la Unión Soviética había sido milagrosamente pacífica. Y entonces llegó Ucrania.
En el laboratorio de construcción de naciones que era el antiguo imperio, Ucrania destacaba. Algunas de las antiguas repúblicas soviéticas tenían una larga tradición política y prácticas lingüísticas, religiosas y culturales diferenciadas; otras no tanto. Los Estados bálticos habían sido independientes durante dos décadas entre las guerras mundiales. La mayoría de las demás repúblicas habían tenido, en el mejor de los casos, breves experiencias de independencia tras la caída del zarismo en 1917. Para complicar las cosas, muchos de los nuevos países tenían una considerable población de habla rusa que no estaba interesada en nuevos proyectos nacionales o, simplemente, los veía con hostilidad.
Ucrania era única en todos estos frentes. Aunque también había existido como Estado independiente en los tiempos modernos durante unos pocos años, tenía un poderoso movimiento nacionalista, una vibrante tradición literaria y la memoria del lugar independiente que había ocupado en la historia de Europa antes de Pedro el Grande. Era un país de grandes proporciones, el segundo de Europa después de Rusia. Estaba industrializado, siendo un importante productor de carbón, acero y motores de helicóptero, así como de grano y semillas de girasol. Su población destacaba por su nivel educativo.
En el momento de su independencia, en 1991, la población ascendía a 52 millones de personas, la segunda después de Rusia entre los Estados postsoviéticos. Estaba estratégicamente situado en el Mar Negro y hacía frontera con numerosos Estados de Europa del Este y futuros miembros de la OTAN. Poseía las que antaño habían sido las playas más hermosas de la URSS, en la península de Crimea, donde los zares rusos habían veraneado, así como el mayor puerto naval de aguas cálidas de la URSS, en Sebastopol.
Había sufrido mucho durante el avance alemán en la Unión Soviética en 1941: de las 13 "ciudades heroicas" de la URSS, llamadas así porque fueron testigo de los combates más intensos y opusieron la mayor resistencia a los nazis, cuatro estaban en Ucrania –Kiev, Odesa, Kerch y Sebastopol–. Las economías de Rusia y Ucrania estaban profundamente entrelazadas. Las fábricas ucranianas de Dnipró eran una parte vital de la capacidad militar e industrial de la URSS, y los mayores gasoductos de exportación de Rusia pasaban por Ucrania. En palabras del historiador Dominic Lieven, describiendo la situación en torno a la Primera Guerra Mundial, Ucrania no podía ser más estratégica para Rusia. "Sin la población, la industria y la agricultura de Ucrania, la Rusia de principios del siglo XX hubiera dejado de ser una gran potencia". Lo mismo ocurría, o parecía ocurrir, en 1991.
Ucrania no solo era importante para Rusia desde el punto de vista geopolítico. También lo era cultural e históricamente. Las lenguas rusa y ucraniana se habían bifurcado en algún momento del siglo XIII, y Ucrania tenía una literatura distinta y notable, pero las dos seguían siendo cercanas, casi tanto como el español y el portugués. Aunque la mayor parte de la población era étnicamente ucraniana, había, sobre todo en el este, una gran minoría étnica rusa. Y lo que es más importante, aunque el idioma oficial era el ucraniano, la lengua franca en la mayoría de las grandes ciudades era el ruso. Y todavía más significativo, la mayoría de la población hablaba los dos idiomas. En la televisión era habitual ver a un periodista, por ejemplo, hacer una pregunta en ruso y recibir una respuesta en ucraniano, o tener un panel de expertos para un concurso de talentos con dos jueces en ruso y dos en ucraniano. Era un país bilingüe, algo poco frecuente.
Desde una perspectiva nacionalista rusa, eso era un problema. ¿Por qué hablar dos idiomas cuando se puede hablar uno solo? Crimea era un punto especialmente delicado: la gran mayoría de la población se identificaba como rusa. Y una vez que se empezó a pensar en Crimea, se empezó a pensar también en el este de Ucrania. Un territorio en el que había muchos rusos. Por supuesto, también había rusos en otros lugares: en el norte de Kazajistán, por ejemplo, y en el este de Estonia.
También había reivindicaciones irredentistas que propugnaban anexionarse a Rusia en estas zonas, y de vez en cuando estallaban. El escritor convertido en provocador político Eduard Limonov, por ejemplo, fue arrestado en Moscú en 2001 por una supuesta conspiración para invadir el norte de Kazajistán y declararlo república rusa étnica independiente. Pero ningún lugar ocupó un lugar tan central en el imaginario histórico ruso como Ucrania.
Durante los primeros 20 años de independencia, Rusia siguió muy de cerca los acontecimientos en Ucrania, e interfirió de diversas maneras, pero no llegó más lejos. Eso fue todo lo que necesitó. La gran población rusoparlante de Ucrania garantizaba, o parecía garantizar, que el país no se alejaría demasiado de la esfera de influencia rusa.
2. Where does the homeland begin? The Ukrainian view
In Ukraine
itself, even outside the Russian presence, there were the tensions of
nationhood. Many of the new post-Soviet countries had their share of
problems: corrupt elites, disgruntled ethnic minorities, a border with
Russia. Ukraine had all these elements and more. As a large,
industrialised country, there was plenty to steal. Because it had a
major Black Sea port in the city of Odessa, there was an easily
accessible sea lane for theft. As became clear in 2014, when the time
came to use it, much of the former Ukrainian army's materiel was
smuggled out through that port.
Ukraine may not have been divided, but neither was it recognisable as a unified whole. Having been conquered and fragmented so many times, the country's own historical memory was fractured. In the words of one historian, "its different parts had different pasts". To make matters worse, one of the most cherished aspects of Ukraine's political culture, historically, the legacy of the 17th century Cossack Hetmanate, was anarchism. The original Cossacks were warriors who had escaped from serfdom.
Their political system was based on radical democracy. There was something beautiful about this. But in terms of modern state-building, it had its drawbacks. A now famous CIA analysis, written shortly after the creation of independent Ukraine, predicted that the chances of the country falling apart were high. Yet for two decades the country did not collapse. For better and for worse, democracy was deeply rooted in Ukrainian political culture, and so while in Russia power was never transferred to the opposition, in Ukraine it happened again and again. In 1994, Ukraine's first president, Leonid Kravchuk, was voted out of office in favour of Leonid Kuchma, who promised to improve relations with Russia and give the Russian language the same status as Ukrainian.
In 2004, his successor, Viktor Yanukovych, was ousted after mass protests over fraudulent elections in favour of a more nationalist and pro-European candidate, Viktor Yushchenko. In 2010, Yushchenko lost to a resurgent Yanukovych. But Yanukovych was ousted by the Euromaidan revolution in 2014. A nationalist candidate and chocolate billionaire, Petro Poroshenko, became the next president, but was replaced by Volodymir Zelensky, a pacifist and Russian-speaking candidate, in 2019.
Ukrainian politics was rife with conflict. Fist fights in the Rada were commonplace and protests a daily reality. There were mass protests against Kuchma, for example, in 2000, when a recording surfaced in which he apparently ordered the murder of journalist Georgiy Gongadze, whose headless body had been found in a forest outside Kiev. Kuchma insisted that the tapes were doctored. He was charged in 2011, but the charges were dropped shortly afterwards because a court ruled that it could not admit the tapes for prosecution.
Yushchenko, the opposition candidate in 2004, barely survived a dioxin poisoning, which met all the conditions of a Russian special operation. The initial round of voting in 2004 was marked by serious irregularities and outright electoral fraud, the likes of which had not yet occurred in Russia. Mass protests, known as the Orange Revolution, were held to secure another round of voting, in which Yushchenko won. Subsequently, Yushchenko himself presided over a fair election in 2010, which he lost. And so on.
These changes of power were alternately tumultuous and ordinary, but reflected genuine differences of opinion among the population about what Ukraine should be. Some thought Ukraine should become more integrated into Europe, others that it should remain aligned and closely connected to Russia. Cultural and historical differences between different parts of Ukraine came to the fore in times of crisis.
For Russian speakers and the Jewish population still present in Ukraine, the memory of the Second World War, of the resistance to the Nazi invasion and occupation, remained an important reference. Ukrainian nationalists had a different perspective on these events. For some, the occupation of their country began in 1921 - when the Bolsheviks consolidated control of Ukraine - or in 1939 - when Stalin seized the last part of western Ukraine as part of the Molotov-Ribbentrop pact between Germany and the USSR to partition Poland. Others even took it back to 1654, when the Cossack Hetmanate sought the protection of the Russian tsar. The famous wartime resistance fighters, known as the Ukrainian Insurgent Army, who opposed the Soviet and German occupation of western Ukraine, and who were seen as fascist villains by the Soviets, were, in the nationalist narrative, the George Washingtons of Ukrainian history.
For nationalists, the most important tragedy of the 20th century was not the Nazi invasion, but the great famine of 1932-1933, in which millions of Ukrainians died. It became known as the Holodomor, or 'starvation', and was always seen as a deliberate act by Stalin - and by extension Russia - to destroy the Ukrainian nation.
All these tensions took place against a backdrop of economic stagnation. The Ukrainian economy was always one of the weakest in the former Soviet bloc. Corruption was endemic and living standards were low. Ukraine depended on cheap gas from Russia, as well as the 'transit fees' it charged for Russian gas going to Europe.
To Ukrainians who lived under this oscillating policy, moving from hope to disappointment and back again, with what seemed like a permanent elite that merely exchanged the presidency among themselves, their lives seemed to pass them by. A journalist I met in Kiev in 2010, who had participated in the protests that were part of the Orange Revolution and was later disappointed by Yushchenko's presidency, lamented the missed opportunities. "All this, as time goes by," he said. He could not believe how little had been done since 2005, and since 1991. But the passage of time had another reading. The more time passed, the more the fragile Ukrainian nationality could coalesce. For what did it mean to belong to a nation - where, in the words of the famous Soviet song, does the homeland begin?
According to the song, it begins with the pictures in the first book your mother reads to you. And with your good and true friends next door. The more people are born in Ukraine instead of the USSR, the more people grow up thinking of Kiev as their capital instead of Moscow, and the more people learn the Ukrainian language and Ukrainian history, the stronger Ukraine becomes. Volodymir Zelenski, in the TV show that made him famous in Ukraine and eventually catapulted him to the presidency, plays a Russian-speaking high school history teacher who suddenly becomes president. In the brief scenes in which we see Zelenski's character teaching, he quizzes his students about the great Ukrainian historian and national politician Mykhailo Hrushevsky.
2. ¿Dónde empieza la patria? La visión desde Ucrania
En
la propia Ucrania, incluso al margen de la presencia rusa, existían las
tensiones propias del nacimiento de una nación. Muchos de los nuevos
países postsoviéticos tenían su dosis de problemas: élites corruptas,
minorías étnicas descontentas, una frontera con Rusia. Ucrania tenía
todos estos elementos, y más. Como era un país extenso e
industrializado, había mucho que robar. Como tenía un importante puerto
en el Mar Negro, en la ciudad de Odesa, había una vía marítima de fácil
acceso para poder robar. Como quedó claro en 2014, cuando llegó el
momento de utilizarlo, gran parte del material del antiguo ejército
ucraniano salió de contrabando a través de ese puerto.
Ucrania tal vez no estaba dividida, pero tampoco era reconocible como un todo unificado. Al haber sido conquistada y fragmentada tantas veces, la propia memoria histórica del país estaba fracturada. En palabras de un historiador, "sus diferentes partes tenían diferentes pasados". Para empeorar la situación, uno de los aspectos más preciados de la cultura política de Ucrania, históricamente, el legado del Hetmanato cosaco del siglo XVII, era el anarquismo. Los cosacos originales eran guerreros que habían escapado de la servidumbre. Su sistema político se asentaba sobre la base de una democracia radical. Había algo hermoso en esto.
Pero en términos de construcción de un Estado moderno, tenía sus inconvenientes. En un análisis de la CIA, ahora famoso, escrito poco después de la creación de la Ucrania independiente, se predijo que las posibilidades de que el país se desmoronara eran elevadas. Sin embargo, durante dos décadas el país no se desmoronó. Para bien y para mal, la democracia estaba muy arraigada en la cultura política ucraniana, y así, mientras que en Rusia el poder nunca se transfería a la oposición, en Ucrania sucedía una y otra vez. En 1994, el primer presidente de Ucrania, Leonid Kravchuk, fue expulsado del cargo en favor de Leonid Kuchma, que prometió mejorar las relaciones con Rusia y dar al idioma ruso el mismo estatus que al ucraniano.
En 2004, su sucesor, Víktor Yanukóvich, fue destituido, tras masivas protestas por unas elecciones fraudulentas, en favor de un candidato más nacionalista y proeuropeo, Víktor Yúschenko. En 2010, Yúschenko perdió ante un resurgido Yanukóvich. Pero Yanukóvich fue destituido por la revolución del Euromaidán, en 2014. Un candidato nacionalista y multimillonario del chocolate, Petro Poroshenko, se convirtió en el siguiente presidente, pero fue sustituido por Volodímir Zelenski, un candidato pacifista y rusoparlante, en 2019.
La política ucraniana estaba repleta de conflictos. Las peleas a puñetazos en la Rada eran habituales y las protestas, una realidad cotidiana. Hubo protestas masivas contra Kuchma, por ejemplo, en el año 2000, cuando salió a la luz una grabación en la que aparentemente ordenaba el asesinato del periodista Georgiy Gongadze, cuyo cuerpo sin cabeza había sido encontrado en un bosque a las afueras de Kiev. Kuchma insistió en que las cintas estaban manipuladas. Fue acusado en 2011, pero poco después se retiraron los cargos porque un tribunal dictaminó que no podía admitir a trámite las cintas.
Yúschenko, el candidato de la oposición en 2004, sobrevivió a duras penas a un envenenamiento con dioxina, que reunía todas las condiciones de una operación especial rusa. La ronda inicial de votaciones en 2004 estuvo marcada por graves irregularidades y un claro fraude electoral como no había ocurrido aún en Rusia. Se produjeron protestas masivas, conocidas como la Revolución Naranja, para conseguir otra ronda de votaciones, en la que ganó Yúschenko. Posteriormente, el propio Yúschenko presidió unas elecciones justas en 2010, que perdió. Y así sucesivamente.
Estos cambios de poder fueron alternativamente tumultuosos y ordinarios, pero reflejaron auténticas diferencias de opinión entre la población sobre lo que debía ser Ucrania. Algunos pensaban que Ucrania debía integrarse más en Europa, otros, que debía seguir alineada y estrechamente conectada con Rusia. Las diferencias culturales e históricas entre las distintas partes de Ucrania salían a la luz en tiempos de crisis.
Para los rusoparlantes y la población judía aún presente en Ucrania, el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial, de la resistencia a la invasión y ocupación nazi, seguía siendo una referencia importante. Los nacionalistas ucranianos tenían una perspectiva diferente de estos acontecimientos. Para algunos, la ocupación de su país comenzó en 1921 –cuando los bolcheviques consolidaron el control de Ucrania– o en 1939 –cuando Stalin tomó la última parte de Ucrania occidental como parte del pacto Molotov-Ribbentrop entre Alemania y la URSS para dividir Polonia–.
Otros incluso llevaban ese inicio a 1654, cuando el Hetmanato cosaco buscó la protección del zar ruso. Los famosos combatientes de la resistencia en tiempos de guerra, conocidos como el Ejército Insurgente Ucraniano, que se opusieron a la ocupación soviética y alemana en el oeste de Ucrania, y que eran vistos como villanos fascistas por los soviéticos, fueron, en la narrativa nacionalista, los George Washington de la historia ucraniana.
Para los nacionalistas, la tragedia más importante del siglo XX no fue la invasión nazi, sino la gran hambruna de 1932-1933, en la que murieron millones de ucranianos. Se conoció como el Holodomor, o "matar de hambre", y siempre consideraron que fue un acto deliberado de Stalin –y por extensión, de Rusia– para destruir la nación ucraniana.
Todas estas tensiones tuvieron lugar en un contexto de estancamiento económico. La economía ucraniana siempre fue una de las más débiles del antiguo bloque soviético. La corrupción era endémica y el nivel de vida, bajo. Ucrania dependía del gas barato de Rusia, así como de las "tasas de tránsito" que cobraba por el gas ruso que iba a Europa.
A los ucranianos que vivían bajo esta política oscilante, pasando de la esperanza a la decepción y viceversa, con lo que parecía una élite permanente que se limitaba a intercambiar la presidencia entre ellos, les parecía que sus vidas pasaban de largo. Un periodista que conocí en Kiev en 2010, que había participado en las protestas que formaron parte de la Revolución Naranja y que luego quedó decepcionado por la presidencia de Yúschenko, se lamentaba de las oportunidades perdidas. "Todo esto, mientras el tiempo pasa", dijo. No podía creer lo poco que se había hecho desde 2005, y desde 1991. Pero el paso del tiempo tenía otra lectura. Cuanto más tiempo pasara, más podría unirse la frágil nacionalidad ucraniana. Porque, ¿qué significaba pertenecer a una nación? ¿Dónde, en palabras de la famosa canción soviética, empieza la patria?
Según la canción, comienza con los dibujos del primer libro que te lee tu madre. Y con tus buenos y auténticos amigos de la casa de al lado. Cuantas más personas hayan nacido en Ucrania, en lugar de en la URSS, cuantas más personas hayan crecido pensando en Kiev como su capital en lugar de Moscú, y cuantas más hayan aprendido la lengua ucraniana y la historia de Ucrania, más fuerte será Ucrania. Volodímir Zelenski, en el programa de televisión que le hizo famoso en Ucrania y acabó catapultándole a la presidencia, interpreta a un profesor de historia de instituto que habla ruso y que de repente se convierte en presidente. En las breves escenas en las que vemos al personaje de Zelenski dando clases, interroga a sus alumnos sobre el gran historiador y político nacional ucraniano Mykhailo Hrushevsky.
3. Russian sentiment towards NATO
It was violent Russian opposition to Ukraine's EU membership that in late 2013 precipitated the Euromaidan, which in turn precipitated Russia's annexation of Crimea and incursion into eastern Ukraine. But after the end of the Cold War, it was NATO's expansion that most deteriorated the relationship between Russia and the West, a relationship that saw Ukraine caught in the middle.
NATO's expansion came very slowly, and then seemingly all at once. After the collapse of the Soviet Union, it was not clear that NATO would grow. Indeed, most US politicians and military officials were opposed to enlargement of the alliance. There was even talk, for a time, of dissolving NATO. It had served its purpose, to contain the Soviet Union, and now everyone could go their own way.
This changed in the early years of the Clinton administration. The impetus for that change came from two directions. One was a group of foreign policy wonks on Clinton's national security council, and the other was the Eastern European states.
After 1991, the post-communist countries of Eastern Europe, especially Poland, Hungary and Czechoslovakia, found themselves in an uncertain security environment. Nearby Yugoslavia was crumbling and they were aware that their borders were potentially contested spaces. But, above all, they had a vivid memory of Russian imperialism. They did not believe that Russia would remain permanently weak and wanted to align with NATO while they could. "If they don't let us join NATO, we will get nuclear weapons," Polish officials told a team of think tank researchers in 1993. "We don't trust the Russians".
In arguing their position, it was crucial that the leaders of Eastern European countries had great moral credibility in the eyes of the West. It was after a meeting with, among others, Václav Havel and Lech Wałęsa in Prague in January 1994 that Bill Clinton announced that "the question is no longer whether NATO will admit new members, but when". This formulation - not if, but when - became official US policy. Five years later, the Czech Republic - after peacefully divorcing Slovakia - Hungary and Poland joined NATO. In the following years, 11 more countries would join, bringing the total number of countries in the alliance to 30.
During the recent crisis, some US pundits and politicians have claimed that Russia did not oppose NATO until recently, when it was looking for a pretext to invade Ukraine. This claim is ridiculous. Russia has protested against NATO expansion from the beginning. Russia's deputy foreign minister told Strobe Talbott, Clinton's main contact with Russia, in 1993 that "NATO is a four-letter word" - an expression used to refer to insults, many of them with four letters in English. At a joint press conference with Clinton in 1994, Boris Yeltsin, to whom Clinton had been a loyal ally, reacted angrily when he realised that NATO was moving ahead with plans to include Eastern European states. He predicted that the result would be a "cold peace" in Europe.
Russia was too weak, and still too dependent on Western loans, to do more than complain and watch with suspicion as NATO's power grew. The alliance's intervention in Kosovo in 1999 was particularly galling to the Russian leadership. It was, first and foremost, an intervention in a situation that Russia considered an internal conflict. At the time, Kosovo was part of Serbia. After NATO's intervention, it was no longer part of Serbia. Meanwhile, the Russians were facing a Kosovo-like situation in Chechnya, and it suddenly seemed to them that it was not impossible that NATO could intervene in that scenario as well.
As one US analyst who studied the Russian military summed it up for me: "They got scared because they knew what the capability of Russian conventional forces was. They saw what the capability of US conventional forces was. And they saw that while they were having a lot of problems in Chechnya with the Muslim minority, the United States had intervened to successfully separate Kosovo from Serbia.
The following year, Russia officially changed its military doctrine to state that, in case of threat, it could resort to the use of tactical nuclear weapons. One of the authors of the doctrine told the Russian military newspaper Krasnaya Zvezda that NATO's eastward expansion was a threat to Russia and that this was the reason for the lowering of the threshold for the use of nuclear weapons. This statement was made 22 years ago.
The second post-Soviet round of NATO expansion was the largest. Agreed in 2002 and formalised in 2004, it brought Bulgaria, Estonia, Latvia, Lithuania, Romania, Slovakia and Slovenia into the alliance. Almost all of these states were part of the Soviet bloc, and Estonia, Latvia and Lithuania, the 'Baltics', were part of the Soviet Union. They had now joined the West.
While this was happening, a series of events shook the Russian periphery. The "colour revolutions" - which followed in quick succession in Georgia in 2003 (Pink), Ukraine in 2004 (Orange) and Kyrgyzstan in 2005 (Tulip) - used mass protests to oust corrupt pro-Russian leaders. These events were greeted with great enthusiasm in the West, which saw them as a renaissance of democracy. Meanwhile, the Kremlin viewed them with scepticism and fear as an invasion of Russian space. In the United States, policy-makers celebrated freedom on the move. In Moscow, there was concern, seen by some as somewhat paranoid, that the colour revolutions were the work of Western secret services, and that Russia was the next target.
The Kremlin may not have been right about a far-reaching Western plot, but it was not wrong to think that the West never saw it as an equal. The fact is that at every moment, at every sticking point, in every situation, the West, and the United States in particular, did as it pleased. Sometimes it was exquisitely sensitive and careful with Russian perceptions; sometimes it was arrogant. But in all cases, the United States went the distance. Over time, this course of action became normalised. Relations between the two sides deteriorated and positions hardened.
In 2006, Dick Cheney made an aggressive speech in the Lithuanian capital, Vilnius, in which he celebrated the achievements of the Baltic nations. "The system that has brought so much hope to the shores of the Baltics can bring the same hope to the far shores of the Black Sea, and beyond," he said. "What is true in Vilnius is also true in Tbilisi and Kiev, and in Minsk, and in Moscow." As Samuel Charap and Timothy Colton point out in their excellent 2014 history of the Ukraine conflict, Everybody Loses, "one can only surmise the reaction to such statements in the Kremlin".
A year later, at the 2007 Munich Security Conference, in what is seen as a key turning point in Russia-West relations, Putin responded, lambasting the US and its unipolar system for its 'arrogance', 'disregard for international law' and 'hypocrisy'. "They constantly lecture us about democracy," he said of the Russia-US relationship. "But for some reason they consider that lesson doesn't go with them."
The warning was heard, but not heeded. In April 2008, NATO countries met in Bucharest and pledged that Georgia and Ukraine would "become NATO members". It was, as many have since noted, the worst of both worlds: a promise of membership without any of the real benefits, in the form of security guarantees, that membership would bring. A few months later, in what was up to that point by far the most significant military action outside its borders, Russia defeated Georgia in a violent five-day war.
In retrospect, one could argue that if NATO had moved faster and accepted Ukraine and Georgia much earlier, none of what followed would have happened. The advantage of this argument is that it has examples to back it up: the Baltic states joined NATO and, despite being former Soviet republics, have suffered relatively little Russian harassment since then. But it could also be argued that, in the face of growing Russian alarm and repeated warnings of "red lines" to NATO's advance, the United States and its allies should have been more cautious. They should have taken into account the specificity of the places they were dealing with, in particular Ukraine. Ukraine was not Russia, in Leonid Kuchma's famous phrase, but it was not Poland either. One of the problems with Ukraine's NATO candidacy in 2008, for example, pushed by the pro-Western Yushchenko government, was that it proved unpopular inside Ukraine, largely because Ukrainians knew what Russia thought about it, and were worried. Quite rightly so.
But as NATO and the EU expanded eastwards, their representatives saw it as a matter of principle not to make concessions to a regime that they felt was trying to intimidate them and Ukraine. Again, they may have been right in principle. In practice, Putin has been warning of his intentions to invade the country, in one form or another, for 15 years. Many people now argue that we should have been much tougher on Putin much earlier, that the sanctions we are seeing now should have been imposed after the war in Georgia in 2008, or after the polonium poisoning of Alexander Litvinenko in London in 2006. But it can also be argued that we should have thought more deeply about how to create a security arrangement, and an economic one, in which Ukraine would never have faced such a fateful choice.
3. El sentimiento de Rusia hacia la OTAN
Fue la violenta oposición rusa a la adhesión de Ucrania a la UE lo que a finales de 2013 precipitó el Euromaidán, que a su vez precipitó la anexión rusa de Crimea y la incursión en el este de Ucrania. Pero tras el final de la guerra fría, fue la expansión de la OTAN lo que más deterioró la relación entre Rusia y Occidente, una relación que hizo que Ucrania quedara atrapada en el medio.
La expansión de la OTAN se produjo muy lentamente, y luego aparentemente de golpe. Tras el colapso de la Unión Soviética, no estaba claro que la OTAN fuera a crecer. De hecho, la mayoría de los políticos y militares estadounidenses se oponían a la ampliación de la alianza. Incluso se habló, durante un tiempo, de disolver la OTAN. Había cumplido su objetivo, contener a la Unión Soviética, y ahora cada uno podía seguir su camino.
Esto cambió en los primeros años de la administración Clinton. El impulso para ese cambio vino de dos direcciones. Una fue un grupo de convencidos del impacto de la política exterior que formaban parte del consejo de seguridad nacional de Clinton, y la otra fueron los Estados de Europa del Este.
Después de 1991, los países poscomunistas de Europa del Este, especialmente Polonia, Hungría y Checoslovaquia, se encontraron en un entorno de seguridad incierta. La cercana Yugoslavia se estaba desmoronando y eran conscientes de que sus fronteras eran espacios de potencial disputa. Pero, sobre todo, tenían un vivo recuerdo del imperialismo ruso. No creían que Rusia fuera a permanecer en una situación de debilidad permanente, y querían alinearse con la OTAN mientras pudieran. "Si no nos dejan entrar en la OTAN, conseguiremos armas nucleares", dijeron funcionarios polacos a un equipo de investigadores de un thinktank en 1993. "No confiamos en los rusos".
A la hora de argumentar su posición, fue determinante que los líderes de los países de Europa del Este tuvieran una gran credibilidad moral ante Occidente. Fue tras una reunión con, entre otros, Václav Havel y Lech Wałęsa en Praga, en enero de 1994, cuando Bill Clinton anunció que "la cuestión ya no es si la OTAN admitirá nuevos miembros, sino cuándo". Esta formulación -no si, sino cuándo- se convirtió en la política oficial de Estados Unidos. Cinco años más tarde, la República Checa –tras divorciarse pacíficamente de Eslovaquia–, Hungría y Polonia se incorporaron a la OTAN. En los años siguientes se incorporarían 11 países más, con lo que el número total de países de la alianza ascendería a 30.
Durante la reciente crisis, algunos expertos y políticos estadounidenses han afirmado que Rusia no se opuso a la OTAN hasta hace poco, cuando buscaba un pretexto para invadir Ucrania. Esta afirmación es ridícula. Rusia ha protestado contra la expansión de la OTAN desde el principio. El viceministro de Asuntos Exteriores ruso le dijo a Strobe Talbott, el principal contacto de Clinton con Rusia, en 1993, que "la OTAN es una palabra de cuatro letras" –una expresión que se emplea para referirse a los insultos, muchos de ellos con cuatro letras en inglés–. En una conferencia de prensa conjunta con Clinton en 1994, Boris Yeltsin, para quien Clinton había sido un aliado leal, reaccionó con furia cuando se dio cuenta de que la OTAN estaba avanzando en sus planes para incluir a los Estados de Europa del Este. Predijo que el resultado sería una "paz fría" en Europa.
Rusia era demasiado débil, y todavía demasiado dependiente de los préstamos occidentales, para hacer algo más que quejarse y observar con recelo cómo aumentaba el poder de la OTAN. La intervención de la alianza en Kosovo en 1999 fue especialmente molesta para los dirigentes rusos. Se trataba, en primer lugar, de una intervención en una situación que Rusia consideraba un conflicto interno. En aquel momento, Kosovo formaba parte de Serbia. Tras la intervención de la OTAN, dejó de formar parte de Serbia. Mientras tanto, los rusos hacían frente a una situación similar a la de Kosovo en Chechenia, y de repente les pareció que no era imposible que la OTAN pudiera intervenir también en ese escenario.
Como me resumió un analista estadounidense que estudió a los militares rusos: "Se asustaron porque sabían cuál era la capacidad de las fuerzas convencionales rusas. Vieron cuál era la capacidad de las fuerzas convencionales estadounidenses. Y vieron que mientras ellos tenían muchos problemas en Chechenia con la minoría musulmana, Estados Unidos había intervenido para separar con éxito Kosovo de Serbia".
Al año siguiente, Rusia cambió oficialmente su doctrina militar para afirmar que, en caso de amenaza, podría recurrir al uso de armas nucleares tácticas. Uno de los autores de la doctrina dijo al periódico militar ruso Krasnaya Zvezda que la expansión de la OTAN hacia el este era una amenaza para Rusia y que esa era la razón de la reducción del umbral para el uso de armas nucleares. Esta afirmación se produjo hace 22 años.
La segunda ronda postsoviética de expansión de la OTAN fue la de mayor envergadura. Acordada en 2002 y oficializada en 2004, incorporó a la alianza a Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia. Casi todos estos Estados formaban parte del bloque soviético, y Estonia, Letonia y Lituania, los "bálticos", formaban parte de la Unión Soviética. Ahora se habían unido a Occidente.
Mientras esto ocurría, una serie de acontecimientos sacudieron la periferia rusa. Las "revoluciones de colores" –que se sucedieron rápidamente en Georgia en 2003 (Rosa), Ucrania en 2004 (Naranja) y Kirguistán en 2005 (de los tulipanes)– utilizaron las protestas masivas para expulsar a líderes prorrusos corruptos. Estos acontecimientos fueron acogidos con gran entusiasmo en Occidente, que los consideró un renacimiento de la democracia. Mientras, el Kremlin los veía con escepticismo y temor, por considerarlos una invasión del espacio ruso. En Estados Unidos, los responsables políticos celebraron que la libertad se pusiera en marcha. En Moscú, existía la preocupación, vista por algunos como un tanto paranoica, de que las revoluciones de colores fueran obra de los servicios secretos de Occidente, y que Rusia fuera el siguiente objetivo.
Puede que el Kremlin no tuviera razón sobre un complot occidental de largo alcance, pero no se equivocaba al pensar que Occidente nunca lo vio como un igual. El hecho es que en cada momento, en cada punto de fricción, en cada situación, Occidente, y Estados Unidos en particular, hizo lo que le vino en gana. A veces fue exquisitamente sensible y cuidadoso con las percepciones rusas; otras veces, arrogante. Pero en todos los casos, Estados Unidos tiró millas. Con el tiempo, esta forma de actuar se normalizó. Las relaciones entre ambas partes se deterioraron y las posiciones se endurecieron.
En 2006, Dick Cheney pronunció un agresivo discurso en la capital lituana, Vilna, en el que celebró los logros de las naciones bálticas. "El sistema que ha traído tanta esperanza a las orillas del Báltico puede traer la misma esperanza a las lejanas orillas del Mar Negro, y más allá", dijo. "Lo que es cierto en Vilnius también lo es en Tiflis y Kiev, y en Minsk, y en Moscú". Como señalan Samuel Charap y Timothy Colton en su excelente historia del conflicto de Ucrania de 2014, Todo el mundo pierde, "sólo se puede conjeturar la reacción a tales declaraciones en el Kremlin".
Un año después, en la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2007, en lo que se considera un punto de inflexión clave en las relaciones entre Rusia y Occidente, Putin respondió, arremetiendo contra Estados Unidos y su sistema unipolar por su "arrogancia", su "desprecio del derecho internacional" y su "hipocresía". "Nos dan lecciones constantes de democracia", dijo sobre la relación entre Rusia y Estados Unidos. "Pero por alguna razón consideran que esa lección no va con ellos".
La advertencia fue escuchada, pero no atendida. En abril de 2008, los países de la OTAN se reunieron en Bucarest y prometieron que Georgia y Ucrania "se convertirían en miembros de la OTAN". Fue, como muchos han señalado desde entonces, lo peor de ambos mundos: una promesa de adhesión sin ninguno de los beneficios reales, en forma de garantías de seguridad, que esa adhesión conllevaría. Unos meses más tarde, en lo que hasta ese momento era, con mucho, la acción militar más importante fuera de sus fronteras, Rusia derrotó a Georgia en una violenta guerra de cinco días.
En retrospectiva, se podría argumentar que si la OTAN se hubiera movido más rápido y hubiera aceptado a Ucrania y Georgia mucho antes, nada de lo que siguió habría sucedido. La ventaja de este argumento es que cuenta con ejemplos que lo refuerzan: los países bálticos entraron en la OTAN y, a pesar de ser antiguas repúblicas soviéticas, han sufrido relativamente poco acoso ruso desde entonces. Pero también se podría argumentar que, ante la creciente alarma rusa y las repetidas advertencias sobre las "líneas rojas" al avance de la OTAN, los Estados Unidos y sus aliados deberían haber sido más prudentes. Deberían haber tenido en cuenta la especificidad de los lugares con los que estaban tratando, en particular Ucrania. Ucrania no era Rusia, según la famosa frase de Leonid Kuchma, pero tampoco era Polonia. Uno de los problemas de la candidatura de Ucrania a la OTAN en 2008, por ejemplo, impulsada por el gobierno de Yúschenko, afín a Occidente, fue que resultó impopular dentro de Ucrania, en gran parte porque los ucranianos sabían lo que pensaba Rusia al respecto, y estaban preocupados. Con toda la razón.
Pero cuando la OTAN y la UE se expandieron hacia el este, sus representantes consideraron que no hacer concesiones a un régimen que consideraban que intentaba intimidarlos a ellos y a Ucrania era una cuestión de principios. De nuevo, puede que tuvieran razón en principio. En la práctica, Putin ha estado advirtiendo de sus intenciones de invadir el país, de una forma u otra, durante 15 años. Son muchas las personas que afirman ahora que deberíamos haber sido mucho más duros con Putin mucho antes, que las sanciones que estamos viendo ahora deberían haberse impuesto tras la guerra de Georgia en 2008, o tras el envenenamiento con polonio de Alexander Litvinenko en Londres en 2006. Pero también se puede argumentar que deberíamos haber reflexionado más profundamente sobre cómo crear un acuerdo de seguridad, y uno económico, en el que Ucrania nunca se hubiera enfrentado a una elección tan fatídica.
4. What Putin thinks
At the centre of this tragedy, however, is one man: Vladimir Putin. He has embarked on a murderous and criminal war that also seems almost certain to be judged a colossal strategic blunder, uniting Europe, strengthening NATO, destroying his own economy and isolating his own country. What has happened?
There have always been multiple competing visions of who Putin is, which stand on different axes in terms of his competence, intelligence and morality. That is, some people who thought he was evil also thought he was intelligent, and some people who thought he was simply defending Russian interests also thought he was incompetent.
Five years ago, in this article, during the surge of admiration for Putin's abilities that followed the election of Donald Trump, I argued that Putin was basically a "normal" politician in the Russian context. That did not mean he was in any way admirable - the way he conducted the war in Chechnya, which launched his presidential bid, was proof enough of his bad intentions. Nor did he believe he should hack Hillary Clinton's emails. However, I thought that, given Russia's history, its traumatic experience of the post-Soviet transition, the internal dynamics of the Yeltsin regime and the broader geopolitical context, the person who took over from Yeltsin was almost certain to be a nationalist authoritarian, whether or not his name was Vladimir Putin.
The question seemed to be: would another nationalist authoritarian not named Putin have behaved very differently? On this there was some limited evidence in the persons of Boris Yeltsin (author of the first war in Chechnya) and Dmitry Medvedev (author of the war in Georgia) that he would not.
The moment, at least in my view, when Putin made these issues irrelevant was the attempted nerve agent poisoning of opposition figure Alexei Navalni, an assassination attempt that would almost certainly have had Putin's approval. Other political assassinations in Russia have seemed less obvious to me. There was good reason to believe that journalist Anna Politkovskaya and politician Boris Nemtsov, for example, were killed on the orders of Chechen warlord Ramzan Kadyrov. And while Kadyrov was a loyal Putin ally, they were not the same.
Possibly this was a minor distinction, and yet it seemed that talk of a dictatorship in Russia obscured the fact that the country still had some space, albeit shrinking every year, for political life and freedom of thought. Now we are seeing what a real Russian dictatorship looks like: every hint of independent media has been shut down, journalists threatened with 15 years in prison if they report from unofficial sources, unrestrained and unchallenged police aggression against peaceful demonstrators. With the invasion of Ukraine, there is no one left who thinks that Putin is merely acting like a post-Soviet Russian politician.
Can Putin's reasoning be explained? In this case, there are objective and subjective factors. Objectively, he was not wrong to think that Ukraine was becoming increasingly integrated into the West. The EU-Ukraine Association Agreement he had so fiercely opposed in 2013 had been signed in 2014 and entered into force in 2017. NATO was also on its way. There were now NATO weapons and personnel in Ukraine. Putin's attempt to exert control over Ukrainian politics by creating the separatist republics of Donetsk and Luhansk had failed. In fact, not only had it failed, it had backfired.
Ukrainians who had initially been unenthusiastic about NATO now supported NATO membership, and many who had harboured pro-Russian sentiments had seen what the Russian puppets had done in the separatist republics. Ukraine, an imperfect democracy, scored 61 on the Freedom House scale in 2021; the Donetsk and Lugansk People's Republics (Eastern Donbas) scored 4. Putin had won Crimea and some territory in the east, but lost Ukraine. After the victory of Democratic presidential candidate Joe Biden, who signalled a renewed US commitment to Europe and NATO and, among other things, to Ukraine, all signs seemed to indicate that the situation was becoming less and less favourable to Putin.
But he was not out of options. In 2015 he had secured, by force of arms, the Minsk-2 agreement - an onerous peace deal, never implemented by either side - which had forced Ukraine to reintegrate the Donetsk and Lugansk republics into a federated Ukraine, where they would essentially have veto power over the country's foreign policy; perhaps, in 2022, he could also secure a Minsk-3. And if it had previously left the implementation of the Minsk agreement in the hands of a democratically elected Ukrainian government, it might decide not to make that mistake again. It could install a leader in Kiev it could trust. A month before the invasion, the British government declared that it possessed information from its intelligence services indicating that Putin planned to do exactly that.
And here we get into the subjective factors: why, in retrospect, did Putin think he could pull off this manoeuvre in a country the size of Ukraine? Partly, no doubt, emboldened by a string of military victories in Chechnya, Georgia, Crimea and Syria. It had been highly successful, often at relatively low cost, and had become something of a 'spoiler' for Western strategy in various parts of the world.
It must also have been emboldened by events in Ukraine in 2014. Crimea had surrendered to Russia without a shot being fired. A few weeks later, a small group of middle-aged mercenaries had been able to advance 160 kilometres into Ukraine and capture a small town called Sloviansk, igniting the active phase of the war in eastern Ukraine. If a ragtag group could do that, imagine what a real army could do.
There was also the factor that Putin did not believe that Ukraine was a real country. This is not just Putin's view; many Russians, unfortunately, do not see why Ukraine should be independent. But with Putin this has become a real obsession, impervious to the fact that everything points in the opposite direction. Another kind of leader would see Ukraine as refusing to bend to his will and conclude that it is an independent entity. But for Putin this could only mean that it was an entity controlled by a third party. After all, this was the case in the parts of Ukraine that Putin had conquered: he had installed puppet politicians to run the self-proclaimed people's republics of eastern Ukraine. So perhaps it was logical that the West had also installed a puppet, Zelensky, who would flee at the drop of a hat if the situation escalated.
4. Lo que piensa Putin
Sin embargo, en el centro de esta tragedia se encuentra un hombre: Vladímir Putin. Se ha embarcado en una guerra asesina y criminal que también parece casi seguro que será juzgada como un colosal error estratégico, uniendo a Europa, reforzando a la OTAN, destruyendo su propia economía y aislando a su propio país. ¿Qué ha pasado?
Siempre ha habido múltiples visiones sobre quién es Putin que compiten entre sí y que se sitúan en diferentes ejes en cuanto a su competencia, su inteligencia y su moral. Es decir, algunas personas que pensaban que era malvado también pensaban que era inteligente, y algunas personas que pensaban que simplemente defendía los intereses rusos también pensaban que era incompetente.
Hace cinco años, en este artículo, durante el auge de la admiración hacia las habilidades de Putin que siguió a la elección de Donald Trump, argumenté que Putin era básicamente un político "normal" en el contexto ruso. Eso no significaba que fuera en modo alguno admirable –la forma en que dirigió la guerra en Chechenia, que lanzó su candidatura presidencial, era prueba suficiente de sus malas intenciones–. Tampoco creía que debiera hackear los correos electrónicos de Hillary Clinton. Sin embargo, pensaba que, dada la historia de Rusia, su traumática experiencia de la transición postsoviética, la dinámica interna del régimen de Yeltsin y el contexto geopolítico más amplio, la persona que tomara el relevo de Yeltsin era casi seguro que sería un autoritario nacionalista, se llamara o no Vladímir Putin.
La pregunta parecía ser: ¿se habría comportado de forma muy diferente otro autoritario nacionalista que no se llamara Putin? Sobre esto había algunas pruebas limitadas en las personas de Boris Yeltsin (autor de la primera guerra en Chechenia) y Dmitri Medvédev (autor de la guerra en Georgia) de que no lo haría.
El momento, al menos en mi opinión, en el que Putin hizo que estas cuestiones fueran irrelevantes, fue el intento de envenenamiento con un agente nervioso del opositor Alexei Navalni, un intento de asesinato que casi con toda seguridad habría tenido que contar con la aprobación de Putin. Otros asesinatos políticos en Rusia me han parecido menos evidentes. Había buenas razones para creer que la periodista Anna Politkovskaya y el político Boris Nemtsov, por ejemplo, habían sido asesinados por orden del caudillo checheno Ramzan Kadyrov.
Y aunque Kadyrov era un fiel aliado de Putin, no eran iguales. Posiblemente se trataba de una distinción menor, y sin embargo parecía que hablar de una dictadura en Rusia oscurecía el hecho de que el país todavía tenía cierto espacio, aunque se reduce cada año, para la vida política y la libertad de pensamiento. Ahora estamos viendo cómo es una verdadera dictadura rusa: todo atisbo de medio de comunicación independiente ha sido cerrado, los periodistas amenazados con 15 años de prisión si informan a partir de fuentes que no son las oficiales, la agresión policial desenfrenada e incontestable contra los manifestantes pacifistas. Con la invasión de Ucrania, no queda nadie que piense que Putin se limita a actuar como un político ruso postsoviético al uso.
¿Se puede explicar cómo razona Putin? En este caso, existen factores objetivos y subjetivos. Objetivamente, no se equivocaba al pensar que Ucrania se estaba integrando cada vez más en Occidente. El Acuerdo de Asociación UE-Ucrania al que se había opuesto tan ferozmente en 2013 se había firmado en 2014 y había entrado en vigor en 2017. También la OTAN estaba en camino. Ahora había armas y personal de la OTAN en Ucrania. El intento de Putin de ejercer el control sobre la política ucraniana mediante la creación de las repúblicas separatistas de Donetsk y Luhansk había fracasado. De hecho, no sólo había fracasado, sino que le había salido el tiro por la culata.
Los ucranianos que en un inicio no se había mostrado entusiasmados con la OTAN, ahora apoyaban su adhesión, y muchos de los que habían albergado sentimientos prorrusos habían visto lo que los títeres rusos habían hecho en las repúblicas separatistas. Ucrania, una democracia imperfecta, obtuvo una puntuación de 61 en la escala de la organización Freedom House en 2021; las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk (Donbás Oriental) obtuvieron un 4. Nadie quería eso para sí. Putin había ganado Crimea y algún territorio en el este, pero había perdido Ucrania. Tras la victoria del candidato presidencial demócrata Joe Biden, que señaló un renovado compromiso estadounidense con Europa y la OTAN y, entre otras cosas, con Ucrania, todo parecía indicar que la situación se estaba volviendo cada vez menos favorable a Putin.
Pero no se quedó sin opciones. En 2015 había conseguido, por la fuerza de las armas, el acuerdo de Minsk-2 –un oneroso acuerdo de paz, nunca aplicado por ninguna de las partes–, que había obligado a Ucrania a reintegrar las repúblicas de Donetsk y Lugansk en una Ucrania federada, donde tendrían esencialmente poder de veto sobre la política exterior del país; quizás, en 2022, podría conseguir también un Minsk-3. Y si anteriormente había dejado la aplicación del acuerdo de Minsk en manos de un gobierno ucraniano elegido democráticamente, podría decidir no volver a cometer ese error. Podría instalar un líder en Kiev en el que pudiera confiar. Un mes antes de la invasión, el gobierno británico declaró que poseía información de sus servicios de inteligencia que indicaba que Putin planeaba hacer exactamente eso.
Y aquí entramos en los factores subjetivos: ¿por qué, en retrospectiva, pensó Putin que podía realizar esta maniobra en un país del tamaño de Ucrania? En parte, sin duda, envalentonado por una cadena de victorias militares en Chechenia, en Georgia, en Crimea y en Siria. Había tenido un gran éxito, a menudo con un coste relativamente bajo, y se había convertido en una especie de “aguafiestas” de la estrategia de Occidente en varias partes del mundo.
También debió de envalentonarse con lo ocurrido en Ucrania en 2014. Crimea se había rendido a Rusia sin un disparo. Unas semanas más tarde, un pequeño grupo de mercenarios de mediana edad había sido capaz de avanzar 160 kilómetros hacia Ucrania y capturar una pequeña ciudad llamada Sloviansk, encendiendo la fase activa de la guerra en el este de Ucrania. Si un grupo de desarrapados pudo hacer algo así, imagínense lo que podría hacer un ejército de verdad.
Asimismo, ha pesado el factor de que Putin no creía que Ucrania fuera un país real. Esta no es una visión solo de Putin; muchos rusos, por desgracia, no ven por qué Ucrania debería ser independiente. Pero con Putin esto se ha convertido en una verdadera obsesión, impermeable al hecho de que todo apunta en la dirección contraria. Otro tipo de líder vería que Ucrania se niega a plegarse a su voluntad y concluiría que es una entidad independiente. Pero para Putin esto solo podría significar que era una entidad controlada por un tercero. Al fin y al cabo, este era el caso en las partes de Ucrania que Putin había conquistado: había instalado políticos títeres para dirigir las autoproclamadas repúblicas populares del este de Ucrania. Así que quizás era lógico que Occidente también hubiera instalado un títere, Zelenski, que huiría a la primera de cambio si la situación escalara.
5. Where does it end?
Almost everyone has been surprised by the ferocity of the Ukrainian resistance: Putin, obviously, but also Western military analysts who had accurately predicted the invasion but wrongly thought the war would be over very quickly, and possibly even the Ukrainians themselves. Before the war, sociologists studying Ukraine noted a fairly high willingness on the part of Ukrainians to fight for their country, but it is one thing to tell a sociologist that and another to go to the battlefield to fight. However, it is already clear that Ukrainians have decided to fight.
It is clear that Putin did not expect Volodymir Zelensky to become Winston Churchill. In 2019 he won the elections with a pacifist stance. An inexperienced politician from the industrial south-east of the country, he won with an impressive 73% of the vote in a run-off against Petro Poroshenko. The latter's campaign slogan had been "Army! Tongue! Faith". Zelensky, by contrast, was voted in as a breath of fresh air, someone who was going to do things differently, and also someone who indicated a willingness to try to negotiate with Putin to end the war. Poroshenko's campaign insistently repeated that Zelensky was a Kremlin stooge who would sell out the country. The people voted for him anyway.
Before the war, Zelensky's popularity had fallen. His approval rating was no higher than 20%. He had failed to find a peaceful solution to the festering conflict in the Donbas region and had started to persecute his opponents. Viktor Medvedchuk, a close Putin ally who was considered his key man in Ukraine, was placed under house arrest, and Poroshenko, who remains Zelensky's main political rival, was charged with treason for some business dealings he had with Medvedchuk and the separatist regions in 2014. And then, as the war clouds began to gather, Zelenski insisted that the threat was not real. He criticised the Biden administration for its alarmist rhetoric. The night before the invasion, he told Ukrainians they could sleep easy. But the first Russian missiles hit their targets before dawn.
The day before, in his anguished last-minute appeal to the Russian people, Zelenski had made it clear that he did not want war. But it was also true that he did not have much room for compromise. The only clear path to peace - the implementation of the Minsk agreements - had, with the passage of time, become even more intolerable to the Ukrainians than it had been at the time of their signing. After all, people do not like to be intimidated by a larger and more aggressive neighbour. And most observers pointed out that, however frightening a Russian invasion might be, a pact in which Zelenski conceded too much would probably lead to the overthrow of his government.
If the only way to avoid war was by cowardly surrender, then there would have to be war. Ukraine would fight. And it has fought.
Now, as the Russian army reinforces and begins shelling Ukrainian cities, NATO governments face a painful dilemma: either watch in horror as innocent Ukrainians die, or get more involved and risk escalating the conflict. At the time of writing, with Russian leaders making maximalist demands, a deal seems a long way off. And should Russia scale back its demands, whether Zelensky will be able to accept a Russian Crimea and eastern Ukraine after all the blood his people have shed - and, indeed, whether the people will accept it - is an open question.
Someday, the war will end, and later, though probably not as soon as one might expect, the regime in Russia will have to change. There will be another opportunity to welcome Russia back into the concert of nations. Our job in the West will then be to do it differently than we have done this time, in the post-Soviet period. But that is a task for the future. For now, with anguish and pain, we stand by and watch.
5. ¿Dónde acaba esto?
Casi todo el mundo se ha sorprendido por la ferocidad de la resistencia ucraniana: Putin, obviamente, pero también los analistas militares occidentales que habían predicho con exactitud la invasión, pero que pensaban erróneamente que la guerra acabaría muy rápido, y posiblemente, incluso los propios ucranianos. Antes de la guerra, los sociólogos que estudiaban Ucrania señalaban una voluntad bastante elevada por parte de los ucranianos de luchar por su país, pero una cosa es decírselo a un sociólogo y otra ir al campo de batalla a luchar. Sin embargo, resulta ya evidente que los ucranianos han decidido combatir.
Está claro que Putin no esperaba que Volodímir Zelenski se convirtiera en Winston Churchill. En 2019 ganó las elecciones con un posicionamiento pacifista. Un político sin experiencia del sureste industrial del país, ganó con un impresionante 73% de los votos en una segunda vuelta contra Petro Poroshenko. El lema de campaña de este último había sido "¡Ejército! ¡Lengua! Fe". Zelenski, por el contrario, fue votado por ser un soplo de aire fresco, alguien que iba a hacer las cosas de forma diferente, y también alguien que indicaba su voluntad de intentar negociar con Putin para poner fin a la guerra. La campaña de Poroshenko repetía con insistencia que Zelenski era un títere del Kremlin que vendería el país. La gente le votó de todos modos.
Antes de la guerra, la popularidad de Zelenski había caído. Su índice de aprobación no superaba el 20%. No había logrado encontrar una solución pacífica al enconado conflicto de la región del Donbás y había empezado a perseguir a sus oponentes. Viktor Medvedchuk, un estrecho aliado de Putin que era considerado su hombre clave en Ucrania, fue puesto bajo arresto domiciliario, y Poroshenko, que sigue siendo el principal rival político de Zelenski, fue acusado de traición por algunos negocios que tuvo con Medvedchuk y las regiones separatistas en 2014. Y luego, cuando los nubarrones de la guerra empezaron a crecer, Zelenski insistió en que la amenaza no era real. Criticó a la administración Biden por su retórica alarmista. La noche anterior a la invasión, dijo a los ucranianos que podían dormir tranquilos. Pero los primeros misiles rusos alcanzaron sus objetivos antes del amanecer.
El día anterior, en su angustioso llamamiento de última hora al pueblo ruso, Zelenski había dejado claro que no quería una guerra. Pero también era cierto que no tenía mucho margen para llegar a un acuerdo. El único camino claro hacia la paz –la aplicación de los acuerdos de Minsk– se había vuelto, con el paso del tiempo, aún más intolerable para los ucranianos de lo que había sido en el momento de su firma. Al fin y al cabo, a la gente no le gusta sentirse intimidada por un vecino de mayor tamaño y más agresivo Y la mayoría de los observadores señalaron que, por muy aterradora que fuera una invasión rusa, un pacto en el que Zelenski que cediera demasiado probablemente llevaría al derrocamiento de su gobierno.
Si la única forma de evitar la guerra era mediante una rendición cobarde, entonces tendría que haber guerra. Ucrania lucharía. Y ha luchado.
Ahora, cuando el ejército ruso se refuerza y comienza a bombardear las ciudades ucranianas, los gobiernos de la OTAN se enfrentan a un doloroso dilema: o bien observan con horror cómo mueren ucranianos inocentes, o bien implicarse más y arriesgarse a que el conflicto escale. Es imposible predecir hacia dónde nos lleva esta situación En el momento de escribir este artículo, con dirigentes rusos planteando exigencias maximalistas, un acuerdo parece lejano. Y en caso de que Rusia reduzca sus exigencias, si Zelenski será capaz de aceptar una Crimea rusa y el este de Ucrania después de toda la sangre que su pueblo ha derramado –y, de hecho, si el pueblo lo aceptará– es una cuestión abierta.
Algún día, la guerra terminará, y más tarde, aunque probablemente no tan pronto como uno podría esperar, el régimen en Rusia tendrá que cambiar. Habrá otra oportunidad para acoger a Rusia de nuevo en el concierto de las naciones. Nuestro trabajo en Occidente será entonces hacerlo de forma diferente a como lo hemos hecho esta vez, en el periodo postsoviético. Pero esa es una tarea para el futuro. Por ahora, con angustia y dolor, seguimos a la espera observando la situación.
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El mapa político de Ucrania y cronología de la guerra
El
mapa político de Ucrania puede parecer sencillo a primera vista. Pero
tras las fronteras de sus regiones se esconden largos procesos
históricos, así como disputas y tensiones que unen el destino del país a
su vecina y sempiterna dominadora Rusia.
De hecho, Ucrania
heredó directamente su división administrativa de la Unión Soviética, y
el primer nivel organizativo ha permanecido igual desde que el país se
independizara en 1991, con 24 óblasts o provincias, dos ciudades con un
estatus jurídico especial —la capital Kiev y Sebastopol— y la República Autónoma de Crimea.
(./.)
18 de febrero de 2022
Los
servicios de inteligencia de Estados Unidos informaron de que el
Kremlin ya había ordenado proceder a la invasión de Ucrania, según
fuentes de la Administración de Joe Biden citadas por The New York Times
y The Washington Post.
Este dato es lo que llevó al presidente a señalar, por primera vez, que consideraba que Vladímir Putin ya había “tomado la decisión” de atacar la antigua república soviética. Ese mismo día, los separatistas prorrusos dieron la orden de evacuar a civiles en Donbás.
24 de febrero de 2022
Vladímir Putin ordenó el
jueves 24 de febrero atacar la región de Donbás.
El presidente ruso defendió en el mensaje con el que abría las hostilidades contra Ucrania que los enfrentamientos entre las fuerzas ucranias y rusas son “inevitables” y “solo una cuestión de tiempo”.
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Putin's People by Catherine Belton
Putin's People by Catherine Belton |
'Meticulously researched and superbly written ... The Putin book that we've been waiting for.' Oliver Bullough, author of Moneyland
Meticulosamente investigado y magníficamente escrito ... El libro de Putin que estábamos esperando'. Oliver Bullough, autor de Moneyland
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Las vidas paralelas de Stalin y Putin
Stalin, que acumuló un poder que jamás llego a poseer Lenin, nunca fue un líder carismático. Su carácter era retraído y hablaba muy poco. Inspiraba miedo, pero no afecto. Nadie se atrevía a llevarle la contraria. Su segunda mujer se suicidó porque no soportaba sus ataques de ira.
Escalar en la sombra
Su ascensión sólo se puede explicar por el control del aparato del partido, del que fue nombrado secretario general en abril de 1922. Era el único dirigente que formaba parte del Politburó, el Orgburó y el secretariado de los bolcheviques. Fue escalando en la sombra, sin que los líderes históricos como Kamenev, Zinoviev y Bujarin vieran una amenaza en su mediocre figura.
Vladímir Putin desarrolló el mismo talento para medrar en el aparato burocrático de Boris Yeltsin, que le nombró jefe de los servicios secretos en 1998 y, un año después, primer ministro. Tras la renuncia de su mentor, Putin pasó a ser el número del Kremlin.
Desde 2000 no ha abandonado esa posición con la excepción del interregno de los cuatro años que cedió la presidencia a Dmitri Medvéded (2008-2012) por la limitación de mandatos. Medvédev siempre estuvo supeditado a Putin, que era quien realmente decidía.
Del paro a primer ministro
Lo mismo que nadie pensaba en Stalin como sucesor de Lenin, que le repudió en su testamento, tampoco nadie creía que Putin pudiera alcanzar la cima. Era un oscuro funcionario que había dejado el KGB a principios de los 90 y había fichado como ayudante de Anatoli Sobchak, alcalde de San Petersburgo y figura de la perestroika. Cuando Sobchak no fue reelegido para el cargo en 1996, Putin se quedó en el paro. Tres años después, era primer ministro. No existe ningún precedente en Europa de una carrera tan meteórica.
No hay duda de que Putin impresionó a Yeltsin y se hizo indispensable. A pesar de que era un total desconocido, le colocó al frente del Gobierno. Le consideraba leal y eficaz. Tuvo mucho que ver en esa decisión el enorme favor que Putin le hizo a Yeltsin cuando estaba al frente del FSB, el nombre que adoptó el antiguo KGB. Por aquel entonces, el fiscal Yuri Skuratov investigaba la corrupción de altos funcionarios del Kremlin, un asunto muy feo para Yeltsin. Putin le filmó en una orgía sexual con varias prostitutas, forzando su dimisión.
Putin había servido como jefe de la estación del KGB en Dresde desde 1985 a 1989. Alcanzó el grado de teniente coronel. Pero vio que su carrera había tocado techo y abandonó el servicio. Cuando llegó a lo más alto, se rodeó de antiguos colaboradores de la agencia.
Stalin era también muy consciente de la importancia de controlar personalmente los servicios secretos. Colocó al frente de ellos a personajes serviles como Yagoda y Yezhov y a hombres de confianza como Beria, al que había conocido en Georgia. Stalin utilizó el NKVD para aumentar su base de poder y eliminar cualquier disidencia. Todos sus rivales acabaron en el banquillo y fueron ejecutados. Millones de personas fueron confinadas en Siberia en los años 30 y 40.
Eliminar a los adversarios
Ni a Putin ni a Stalin les tembló la mano a la hora de purgar a sus adversarios. El caudillo georgiano se deshizo de la cúpula militar, los dirigentes históricos y los intelectuales orgánicos en procesos teledirigidos que acababan en una condena a muerte. Putin ha actuado de forma más directa al ordenar o inducir el asesinato de Anna Politovskaya, Litvinenko, Skripal o Nemtsov, líder de la oposición. A Navalny, tras sobrevivir a su envenenamiento, le ha metido en la cárcel.
Putin, al igual que Stalin, es frío, metódico y calculador. Elimina cualquier obstáculo que se interponga en su camino sin escatimar los medios. No acepta que nadie le discuta. Pero al margen de la similitud de su carácter, el principal paralelismo es que ambos comparten la misma visión imperial de Rusia y el desprecio a las democracias liberales.
Stalin creó Gobiernos títere en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria y Rumania al acabar la II Guerra mundial. Quienes los encabezaban eran comunistas de probada lealtad a la Unión Soviética. Y no dudó en intervenir cuando alguien se apartaba de la línea que él marcaba. Por ejemplo, en el caso de Rudolf Slansky, líder del Partido Comunista checo, al que detuvo y ejecutó en 1952 en una farsa de proceso.
Putin ha seguido sus pasos. Asistió en la antigua RDA con consternación a la caída del Muro de Berlín y el derrumbamiento de la Unión Soviética, algo que vivió como una humillación. Cuando llegó al Kremlin, bombardeó Grozni y acabó con la resistencia chechena, luego envió sus tropas a Georgia en 2008 y, seis años después, se anexionó Crimea y ocupó la cuenca del Donbass. Desde entonces, ha repetido en público y en privado que Ucrania es una provincia rusa.
Culto a la personalidad
Otra similitud llamativa es el culto a la personalidad que ha fomentado Putin. Tras su modestia aparente, Stalin permitió que las calles se llenaran de su efigie, que las escuelas llevaran su nombre y que su figura fuera glorificada en el partido. Fue eliminando los símbolos de Lenin y poniendo en su lugar los suyos. En las últimas apariciones en público, hemos visto a Putin en escenarios que evocan la grandeza del zar. Se le ha grabado con sus ministros y asesores en un gran salón con columnas, situado sobre un pedestal y manteniendo una distancia mayestática de más de diez metros.
Como Stalin, Putin inspira terror. Sus colaboradores no se atreven a replicarle y bajan sumisamente la cabeza cuando les reprende. Y cada vez quedan menos medios de comunicación que sean capaces de criticar sus decisiones, entre otras, razones porque quien osa desafiarle puede ser castigado a quince años de cárcel. Stalin también estaba obsesionado por el control de la prensa y escribía personalmente los editoriales del 'Pravda'.
El ejercicio despótico del mando, la eliminación de los adversarios, el control de los servicios secretos y del Ejército y la censura a los medios de comunicación son características que ambos comparten. Pero también la desconfianza, el maquiavelismo y la frialdad que combinan con un instinto excepcional para mantenerse en el poder.
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