Ana Obregón cumple con la última voluntad de Aless y nos presenta a su nieta, Ana Sandra
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¿Por qué en España tenemos dos apellidos y otros países solo uno?Los españoles tenemos un nombre y dos apellidos, uno del padre y otro de la madre, porque las mujeres no adquieren los apellidos de sus maridos cuando se casan, sino que conservan los apellidos que tienen desde que nacieron.
Normalmente el primer apellido de una persona es el primer apellido de su padre y el segundo es el primer apellido de su madre, aunque se puede hacer al revés si los padres lo desean. En todo caso, los hermanos tienen siempre los mismos apellidos.
Why do we have two surnames in Spain but only one in other countries?
Spaniards have one name and two surnames, one from the father and one from the mother, because women do not acquire the surnames of their husbands when they marry, but keep the surnames they have had since they were born.
Normally a person's first surname is his or her father's first surname and the second is his or her mother's first surname, although it can be the other way around if the parents wish. In any case, siblings always have the same surnames.
Los apellidos más frecuentes en España son los acabados en el sufijo –ez, que significaba ‘hijo de’ en español medieval. Así, nos encontramos con numerosos González, Rodríguez, Fernández, López, Martínez, Sánchez o Pérez (hijo de Gonzalo, de Rodrigo, de Fernando, etc.)
A los españoles nos gusta tener dos apellidos, y más aún ser casi los únicos con esta particularidad.
Además de constituir una seña de identidad, nos parece un testimonio primitivo de respeto por las mujeres, relegadas por el apellido único de muchos otros países (actualmente, además, en España se puede elegir el orden de los apellidos, con lo que es posible anteponer el de la madre al del padre).
¿Desde cuándo los tenemos? ¿Y por qué? Rastreando el origen de esta norma, se descubre que concurrieron varios motivos además del –por qué no– amor filial.
Entre estos, la necesidad de establecer un estado liberal en España. En realidad, legalmente es una obligación que no tiene más de un siglo, aunque la costumbre era muy anterior.
Los ciudadanos romanos poseían tres nombres, pero nada que ver con los que tenemos hoy.
Tampoco es que se la debamos a los romanos. Sí, los ciudadanos romanos (que no los esclavos ni las mujeres) poseían tres nombres, pero nada que ver con los que tenemos hoy. El praenomen equivaldría a nuestro nombre de pila, el nomen identificaba a la gens, una suerte de agrupaciones civiles o grupos de familias en los que se distribuían los distintos linajes, y el cognomen era un simple apodo que se refería a alguna característica del individuo en concreto.
A veces podía ser un defecto físico, como en Caecus (ciego), o un hábito distintivo. Scipio, por ejemplo, significa “bastón”, en una referencia al que los usa. Como con el tiempo los cognomina se volvieron hereditarios, hubo que añadir más de estos, lo que resultaba a veces en apellidos interminables.
Este lío onomástico murió con la caída del Imperio y la feudalización de Europa. Con la dispersión de la población en pequeñas aldeas, dejó de ser necesario añadir tantos matices para diferenciar a las personas.
Por el mismo motivo, los apellidos no volvieron a popularizarse hasta que renacieron las ciudades, en el contexto de lo que se conoce como la “revolución del siglo XII”.
Con un matiz, pues antes de eso la nobleza ya venía usándolos para distinguirse del resto de la gente, en una costumbre que pronto imitó el vulgo.
En ese momento, no obstante, con uno era suficiente. En los reinos hispánicos, los más comunes eran los patronímicos, formados por una derivación del nombre del padre. López, por ejemplo, proviene de Lope, y Fernández, de Fernando.
Otras posibilidades eran los toponímicos, que se referían al lugar de origen, o los que remitían a oficios o profesiones.
Una célebre excepción es la de Expósito, que es el apellido que se adjudicaba a los niños abandonados, es decir, a los “expuestos”, los desamparados.
Igual que hoy en día ningún Expósito proviene ya de un orfanato, a lo largo de la Edad Media los apellidos se fueron tornando hereditarios, en un proceso espontáneo que hizo que, para el final del período, ya todos los españoles tuvieran al menos uno.
¿Y qué hay del segundo?
Los genealogistas creen que apareció en el siglo XVI entre las clases nobles. No se conocen las razones con seguridad, pero lo más probable es que se tratara, una vez más, de un modo de diferenciarse de la gente común.
Y, como ya había ocurrido con el apellido paterno, también la práctica de usar el materno acabó siendo imitada por el resto de la población.
De un reglamento firmado por el rey Carlos IV en 1796, en el que obligaba a las viudas de militares a presentar sus dos apellidos si querían cobrar la pensión, podemos deducir que para el siglo XVIII la dupla ya estaba bastante generalizada.
Que existiera la posibilidad de usar los dos no significa que fuera algo formalizado. Prácticamente hasta finales del siglo XIX el orden de los apellidos fue una cuestión sujeta a arbitrariedades, pues algunos lo cambiaban por motivos tan banales como diferenciarse de un comerciante local con el mismo nombre.
Si se fue formalizando, se debió al paulatino asentamiento del estado liberal en España. No solo porque una administración moderna necesitaba identificar a sus ciudadanos eficientemente, sino porque era una forma más de acabar con las diferencias entre los aristócratas y el resto de la población. En una comunidad de ciudadanos, todos debían tener dos apellidos, no solo los privilegiados.
No es extraño que fuera durante el Trienio Liberal (1820-1823), esos tres años en que los liberales obligaron a Fernando VII a acatar los principios de la Constitución de Cádiz, cuando se produjo el primer intento serio de institucionalizar aquello.
La excusa fue el intento de redacción del primer Registro Civil (1822), que obligaba a los municipios a llevar un registro de nacimientos y defunciones, asignándoles una tarea hasta entonces en manos de la Iglesia.
Por primera vez, dichas listas deberían incluir tanto el apellido del padre como el de la madre.
El proyecto fracasó, igual que el Trienio Liberal, pero a lo largo del siglo le sucedieron una serie de disposiciones, leyes y normas –en varios niveles de la administración– que insistían en ese sentido.
Así llegamos hasta el Código Civil de 1889 –el primero en la historia de España– y la Real Orden de 1903 sobre el registro civil de hijos sin padres conocidos.
Aunque ninguna de las dos normas obligaba a inscribir a nadie con ambos apellidos, su redactado es la prueba de que ya todo el mundo los tenía. La Real Orden, por ejemplo, daba instrucciones a los registradores para que, en caso de toparse con un huérfano, le dieran dos apellidos para que no fuera distinto a los demás.
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Cómo fichar a un país entero: la historia del DNI
Antes del siglo XIX, jamás había existido un documento semejante. Como máximo, las cédulas de identidad que los comerciantes de ultramar debían llevar encima, o los salvoconductos que en algunos momentos fueron necesarios para viajar dentro de la península.
Así hasta que, en 1824, el rey Fernando VII creó la Policía General del Reino. Se organizaba territorialmente en subdelegaciones bajo las órdenes de intendentes que a su vez respondían ante un intendente general, y fue el primer intento de dotar a las ciudades españolas de un cuerpo de seguridad moderno y centralizado. Más tarde, el duque de Ahumada (1803-1869) creó su equivalente rural con la fundación de la Guardia Civil en 1844.
Paradójicamente, pues en buena medida se gestó para perseguir a grupúsculos de exaltados, la creación de la policía fernandina fue un paso más en la constitución de un Estado liberal. Y, más importante en lo que nos ocupa, desde un principio se le otorgó la potestad de crear padrones que incluyeran el sexo, el estado civil y la edad de los ciudadanos. Un privilegio que luego heredaron la Policía Armada franquista y la actual Policía Nacional.
Aun así, esto no significa que inmediatamente se introdujera algún tipo de pasaporte. Eso no sucedió hasta 1854, cuando se crearon las llamadas cédulas de vecindad. ¿Para qué? Ideadas en un momento de gran inestabilidad, cuando progresistas y moderados amenazaban la monarquía de Isabel II, algunos historiadores han supuesto que debían de servir como instrumento de control social.
El historiador Marín Corbera indica, en primer lugar, que el fin último de las cédulas no era identificar a su portador, sino ejercer como justificante del pago de un impuesto directo. El hecho de que los pobres, los obreros de rentas bajas y los jornaleros estuvieran exentos descarta su uso como medida represora. ¿Cómo iba a serlo si excluía a las clases más susceptibles de sublevarse?
Aun así, pronto hubo liberales que vieron el potencial de las cédulas, sobre todo en lo que refiere al orden público.
Para explicarlo, Marín Corbera nos recuerda el “documento de identidad” que se gestó durante la breve dictadura de Dámaso Berenguer, penúltimo gobierno antes de que la monarquía de Alfonso XIII colapsara y diera paso a la Segunda República. Muy similar al DNI, nunca se materializó a causa de la inestabilidad política de los años siguientes.
Así hasta el año 1944, cuando, esta vez sí, el Gobierno franquista publicó un decreto para la creación de un documento unipersonal que recogiera información censal de los ciudadanos.
Quizá porque era un proyecto largamente esperado, en un primer momento pecó de ambicioso, esperando incluir datos tan variopintos como el empleo del portador o su habilidad para conducir vehículos a motor.
Visto lo iluso del carné original, se le amputaron varias atribuciones y se fijó un calendario de implantación mucho más asequible. Al fin y al cabo, como dice Marín, se trataba de “fichar” desde cero a todo un país.
El régimen empezó por los presos, las personas en libertad vigilada, y aquellos trabajadores que por motivos laborales debían desplazarse por la península. Hecho esto, el resto de la población tuvo un tiempo para solicitar su carné de forma voluntaria. Hasta 1955, cuando la carencia de uno podía ser causa de sanción.
This went on until 1944, when, this time, Franco's government published a decree for the creation of a single-person document to collect census information on citizens.
Perhaps because it was a long-awaited project, it was initially ambitious, hoping to include information as varied as the bearer's employment or ability to drive a motor vehicle.
In view of the illusory nature of the original licence, several attributes were amputated and a much more affordable implementation timetable was set. After all, as Marín says, it was a question of "signing up" a whole country from scratch.
The regime started with prisoners, people on probation, and those workers who had to move around the peninsula for work purposes. Once this was done, the rest of the population was given time to apply for their card on a voluntary basis. Until 1955, when the lack of one could be cause for sanction.
La operación no fue sencilla. En parte, porque desde los años cuarenta España había vivido unas migraciones internas masivas. No solo del campo a la ciudad, también de las zonas del sur hacia los enclaves industriales de Catalunya y el País Vasco. En conjunto, un verdadero quebradero de cabeza para los funcionarios que debían redactar los censos.
Como siempre, los últimos fueron los habitantes de las zonas más aisladas, muchos de los cuales seguían sin estar registrados a finales de los cincuenta. Para llegar hasta ellos, se constituyeron partidas de funcionarios que a veces tuvieron que ayudarse de mulas para acarrear sus equipos por valles y puertos de montaña. Eran los llamados “equipos de expedición”. Sea como fuere, tras su implantación en las colonias africanas, en el año 1965 oficialmente todos los españoles tenían DNI.
Desde entonces se han expedido cerca de 85 millones de números. Porque, a pesar de una leyenda popular bastante extendida, nadie recibe el número de un finado. De ser así, el embrollo administrativo sería mayúsculo.
En cambio, lo que no es una leyenda es que Franco poseía el número uno. Lo seguía Carmen Polo, que por su condición de primera dama de la dictadura contaba con el dos. Del 10 al 99 están reservados a la familia real.
A la infanta Elena le correspondió el 12, a la infanta Cristina el 14 y al rey Felipe el 15. ¿Y el 13? A nadie. Resulta que la Administración también es supersticiosa.
What is not a legend, however, is that Franco had the number one. He was followed by Carmen Polo, who as first lady of the dictatorship had number two. Numbers 10 to 99 are reserved for the royal family.
The Infanta Elena was given number 12, the Infanta Cristina number 14 and King Felipe number 15. And number 13? No one. It turns out that the administration is also superstitious.
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